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Tribuna
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Capacidad de escarmiento

"El veintiuno de febrero / cargó el carlista el mortero", se decía, allá por los días de mi infancia bilbaína, entre las personas de la edad de mis abuelos (o sea, entre los tatarabuelos de los jóvenes de hoy), rememorando el comienzo del bombardeo que se abatió sobre la villa en 1874. Cuarenta y dos años después fue el alemán el que "cargó el mortero": en el solo día 21 de febrero de 1916, la artillería germánica disparó aproximadamente un millón de proyectiles sobre las posiciones francesas del frente de Verdún dando así comienzo a una colosal batalla que acabó por agotamiento: a fines de aquel año, cientos de miles de hombres (¿cuántos?; con su acostumbrada seriedad, Le Monde del 25 de febrero último daba en una misma página, por un lado, la cifra de 600.000, y, por otro, la de 300.000, especificando que 140.000 eran alemanes y 162.000 franceses; otras fuentes hablan de medio millón) habían muerto en aquel sector sin que la línea del frente se hubiera desplazado más que unos pocos cientos de metros.Junto a estos guarismos, los casi seis mil proyectiles y el centenar aproximado de muertes con que se saldaron los poco más de dos meses que duró el bombardeo de Bilbao, caen -dicho sea sin menospreciar el heroísmo ni las penalidades de mis sufridos antepasados-, ya que no en la insignificancia, en algo que se le parece mucho.

Franceses y alemanes están conmemorando la descomunal matanza al cumplirse su octogésimo aniversario; pero anticipándose a las ceremonias previstas para el año actual, y antes de que expirase su mandato como presidente de la República, François Mitterrand hizo, en compañía del canciller Kohl, una muy emotiva visita al inmenso osario cuyo suelo arropa, en lo que fue el ferozmente disputado fuerte de Douaumont, millares y millares de esqueletos. Ahora, las televisiones han empezado a desempolvar estremecedores documentos cinematográficos con imágenes increíbles (y, sin embargo, pálidas, aunque sólo sea por su brevedad) de lo que fue la vida (llamémosla así, y perdón por el sarcasmo) en aquel infierno incalificable.

Contemplando estas emisiones surge -irreprimible- la pregunta: ¿cómo es posible que, ya hacia 1935, cuando tenían todavía entre 35 y 60 años de edad casi todos los sobrevivientes de Verdún (que, pese a la es pantosa carnicería, eran muchísimos) y de otras batallas tremendamente mortíferas, amén de cuatro años de estar sepultados vivos en las trincheras, unos pueblos compuestos en su abrumadora mayoría por esos hombres, sus espoosas, sus hijos y las esposas, y los hijos de los muertos en el gigantesco holocausto se dispusieran activamente a preparar otra guerra? Se me dirá, y es cierto, que esta nueva guerra -la II Guerra Mundial- fue impuesta por Alemania a sus vecinos, Italia incluida, pero también es verdad (y los que entonces vivíamos y conocíamos a estos pueblos podemos atestiguarlo) que en Francia, en Reino Unido y, aún más, en la Italia fascista había minorías belicosas. Y aunque no las hubiera habido, el solo caso de Alemania es espeluznante. Pues Hitler no impuso la guerra a los alemanes, sino que los condujo a ella en medio de las aclamaciones de una mayoría embriagada por la creencia, ciega e in conmovible, en su propia superioridad.

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Esta creencia no era, sino en parte, resultado de un lavado de cerebro a lo largo de varios años de repetir las mismas cosas a los oídos de quienes no podían escuchar otras; no, el lavado se efectuó a partir de 1933, una vez que Hitler se hubo hecho cargo del poder; pero, hasta entonces, en Alemania se oían también discursos de muy otro tipo. Todavía en 1928 (o sea, no inmediatamente después, sino 10 años después de acabada la primera guerra), la novela antimilitarista de Erich María Remarque titulada en su versión castellana Sin novedad en el frente obtuvo un éxito inmenso dentro y fuera del Reich: un Reich en libertad, donde la discusión y la controversia no conocían límites bajo la Constitución de Weimar: un Reich en cuyo seno abundaban los pacifistas y cuyo ministro del Exterior, Gustav Stresemann (que no era un soñador a la caza de utopías, sino un burgués realista, moderado y liberal), compartió en 1926, con su homólogo francés, Aristide Briand, el Premio Nobel de la Paz y permaneció en su cargo, sin cambiar de orientación política, hasta el día mismo de su muerte repentina (3 de octubre de 1929). Fue en aquel ambiente donde, en forma vertiginosa, creció la planta belicista del partido hitleriano (mayo de 1928: 700.000 votos; septiembre de 1930: 6.400.000; julio de 1,932: 13.800.000; noviembre de 1932: 11.700.000; y permanentemente en la oposición); mientras que, a su lado, el ultraconservador y ultranacionalista de los llamados "alemanes nacionales" (con su formación paramilitar cascos de acero) encarnaba el revanchismo tradicional y pasaba de ser su rival a ser su aliado, luego su satélite y finalmente su bocado. Los 21 millones largos de votos que, entre los dos, obtuvieron en marzo de 1933 suponían el 52% del total en unas elecciones que, aun cuando fueron hasta cierto punto falseadas a consecuencia del incendio del edificio del Reichstag (perpetrado por los nazis y oficialmente atribuido a los comunistas) pocos días antes de la votación, no permitían poner en duda que las fuerzas políticas que -como, ya entonces, era evidente- llevaban el país y Europa entera a la guerra habían ganado la adhesión, libre y voluntariamente otorgada, de aproximadamente la mitad del pueblo alemán.

Las explicaciones son muchas. Tenemos la humillación del Tratado de Versalles impuesta por unos vencedores cuyas tropas no habían llegado a pisar suelo alemán: el país no había sido militarmente vencido, sino económicamente agotado: algo que el Ejército y los nacionalistas no perdonaban a los trabajadores que, siendo económicamente más débiles, habían sido los primeros en arrojar la toalla en el otoño de 1918. Tenemos la depresión económica, producto a la vez de la derrota y de la crisis mundial comenzada al final del decenio de los veinte: en 1932, los seis millones de parados alemanes eran un vivero inagotable para reclutar milicianos nazis y comunistas, y para infundir belicismo y espíritu de sacrificio en lanas mentes empujadas por la penuria a arrinconar el recuerido de Verdún y del Marne so pretexto de que "más cornás da el hambre"; y esta peligrosa euforia creció a medida que, con sus milagrosas recetas, el mago doctor Schacht iba sacándose de la manga el pleno empleo y el saneamiento de las finanzas del Reich. Tenemos la amenaza soviética acentuada por el caballo de Troya de un partido comunista alemán apoyado por seis millones de votantes; y bien sabido es que, en nuestro siglo, el anticomunismo ha sido la gran coartada de fascistas y fascistoides, lo mismo que el antifascismo lo ha sido de los comunistas y sus. "compañeros de viaje", y que uno y otro han servido de disculpa a tantos que se sentían insultados si se les calificaba de comunistas o de fascistas.

Una vez Hitler en el Gobierno, el despotismo se instauró rápidamente y una mano de hierro lo consolidó con facilidad. Entonces empezó a operar el lavado en masa de cerebros a escala nacional y cundió esa "moral del éxito" que -en todos los países y bajo todos los regímenes- impulsa a abrazar la causa del vencedor. No a aquel lavado forzoso (que no les habían hecho), pero sí, en gran medida, a esta "moral" es imputable la, más que voluntaria, entusiástica incorporación al Reich de los habitantes del Sarre en 1935 y de los Sudetes en septiembre de 1938, así como la . también voluntaria, aunque sólo parcialmente fervorosa, de Austria en marzo de este último año; a ella se sumó en los tres casos una nueva coartada o disculpa: la del patriotismo que reclamaba la unificación nacional cerrando los ojos ante el hecho evidente de que esta unificación reforzaba al tirano, mataba las libertades y llevaba a la guerra.

¿Hay que deducir de ahí que una sociedad puede sucumbir a las peores seducciones, incluso en régimen de libertad y. haciendo uso del sufragio universal, para labrar su propia desgracia? Sin duda alguna, y bien cándido es el que identifica la voz del pueblo con la de Dios, ni siquiera cuando aquélla se emite libremente. Sólo que el pueblo se extravía unas veces, y otras acierta el camino, siguiendo siempre a unos dirigentes; conviene, pues, tener a éstos bajo control y poder someter sus propuestas a debate, para conservar la libertad de optar por las contrarias. Tal es una de las razones de la superioridad de la democracia libre.

Un cuarto de siglo separó Verdún de Stalingrado. ¿Cabe, en vista de ello, hacerse ilusiones ante el medio siglo que nos separa ya de Hiroshima? La capacidad de escarmiento del ser humano es tan variable como su capacidad de aguante.

Los bilbaínos de 1874 se creían tan cerca de haber agotado las posibilidades de aguantar que, al cesar el 2 de mayo el sitio y el bombardeo, raros eran quienes pensaban que habrían podido prolongar hasta junio su resistencia. Pero a todo hay quien gane

José Miguel de Azaola es escritor

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