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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Muy pocos "points"

Diego A. Manrique

Para los que somos entusiastas del Festival de la OTI, lo de Eurovisión siempre sonó a tedioso acto cívico paneuropeo, un ritual cuasioficial marcado por la mediocridad. Contemplando el sábado la retransmisión de la edición número 41 del festival europeísta, esos prejuicios se desintegran. En la vida real, Eurovisión presenta un panorama tan apasionante como infernal.De principio, esta convocatoria anual está a punto de reventar a causa de la atomización del continente: la caída del telón de acero y la fragmentación de antiguos estados comunistas ha obligado a revisar nuestros conocimientos de geografía política. Nos revela las diferentes estrategias de definición nacional, según la categoría de los representantes políticos participantes (desde presidentes del Gobierno a simple funcionario diplomático) O la opción estilística. Cuando Estonia o Eslovaquia apuestan por un anodino sonido de pop internacional, queda clara su voluntad de integración a toda costa, de la misma forma de que el capricho gospel de Austria -con cantante ciego y quinteto negro de acompañamiento- suena a refutación de una historia sospechosa.

Lo terrible del Festival de Eurovisión es que convierte a los espectadores en nacionalistas rabiosos. O, al menos, en paranoicos resentidos. Que los votos para la canción de España -Ay, qué deseo, de Antonio Carbonell- llegaran desde Chipre, Malta, Croacia y Grecia revela que nuestra sensibilidad musical sólo se entiende en el Mediterráneo y mares adyacentes. Con los datos de anteriores votaciones a su alcance, José Luis Uribarri, comentarista de TVE, fue capaz de prever qué países nos otorgarían points, aunque sus pronósticos se frustraron con Bélgica -¿se ha agotado el factor Fabiola?- y Eslovaquia.

El fiasco de Carbonell -número 20 en una lista de 23- demuestra la ingenuidad de presentarse con una tibia canción racial pero moderna. El director de la excelente Orquesta de la Radio Noruega declaró su admiración por la estructura de la pieza, que compuso Ketama, refiriéndose seguramente a sus toques semibrasileños, pero la interpretación del vocalista gitano, en plan de enfático latin lover, ahuyentó a la mayor parte de los jurados.

Sin embargo, triunfó -como ocurrió en tres de las cuatro anteriores ediciones de Eurovisión- la propuesta irlandesa. En la diminuta Irlanda, la música forma parte de la vida diaria, y los seleccionadores del tema a concursar armonizaron la canción con el intérprete, sin caer en la tentación de pasteleos vergonzantes. Así, evitaron el pecado mortal de muchos aspirantes al premio: canciones atractivas que patinan a la altura del estribillo, concebido como concesión al (mal) gusto continental. The voice, por Elimear Quinn, es una solemne balada céltica que destaca por su previsible belleza. Frente a algo tan sencillo y tan directo, para nada sirvieron los turrones de Jijona que regaló en Oslo la delegación española.

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