Baile el Kremlin
A un mes de las elecciones presidenciales rusas, un extraño baile diplomático está teniendo lugar en el Kremlin. Candidato a sucederse a sí mismo, Borís Yeltsin se ha reunido en presencia de testigos con los demás candidatos, el general Alexandr Lébed, el liberal Grigori Iavlinksi y muy pronto lo hará con su rival más temido, el comunista Guennadi Ziugánov. No se habla de un posible debate televisado -el presidente no lo quiere-, sino de un "compromiso histórico" que haría posible posponer el escrutinio dos años. Pocas personas en Moscú creen que un proyecto de esta índole pueda tener éxito, pero el hecho de que estén pasando cosas entre bastidores alimenta todo tipo de especulaciones. Cada uno de los bandos deja que se filtren algunas indiscreciones que le dejan en buen lugar y prueban su honestidad. Solamente el general Alexandr Korjakov, álter ego de Borís Yeltsin, ha metido la pata anunciando que había que posponer las elecciones. Su presidente lo ha desautorizado inmediatamente, aunque confirmando al mismo tiempo que compartía el temor de Koijakov sobre el peligro de una guerra civil en caso de una victoria de los comunistas. Un grupo de 13 banqueros y empresarios, que deben su fortuna a Borís Yeltsin, han lanzado un llamamiento más sutil en favor de un "compromiso histórico", abogando por una tolerancia recíproca después de las votaciones del 16 de junio, no sin evocar también el fantasma de la guerra civil, alimentado esta vez por la profunda división de las Fuerzas Armadas. Finalmente, el general Kuznetsov, comandante de la guarnición de Moscú, ha dejado oír su voz para declararse "categóricamente en contra de las elecciones de junio".Uno de los más próximos consejeros del presidente ruso se avino a aclararme este tejemaneje, aunque dentro del anonimato y fuera de su lujoso despacho del Kremlin. Nos conocemos desde hace algún tiempo, lo que me otorga su confianza y le permite distanciarse ocasionalmente de su presidente, aunque defendiendo siempre su política. Jurista y polígloto formado parcialmente en Estados Unidos, mi invitado sabe perfectamente que en una democracia nadie puede impedir que el pueblo elija a su presidente, o a su Gobierno, en la fecha prevista. "El artículo 3 de nuestra Constitución lo proclama sin ambigüedades", me dice, antes de añadir un pero. El sufragio universal debe permitir la alternancia de partidos en el poder, algo que en estos momentos es imposible en Rusia por culpa de la grave crisis social. ¿Por qué? Porque la oposición comunista es patriótica, responde sin dudarlo, y no acepta ni el orden constitucional vigente ni el sistema de propiedad que se ha desarrollado en los últimos años. Su victoria, aunque conseguida en las urnas, sería en realidad una revolución que, como en 1917, desencadenaría una guerra civil. Por otra parte, prosigue con el mismo convencimiento, el presidente no puede posponer las elecciones sin dar la impresión, dentro y fuera de Rusia, de que el país ha caído en el autoritarismo o en algo todavía peor. De ahí ese afán por llegar a un compromiso, algo nada fácil pero que sería la mejor solución. Borís Yeltsin reconoce que ha cometido muchos errores, empezando por el de haber elegido en 1991 un equipo de dogmáticos ultraliberales, desprovistos de toda sensibilidad social. El presidente, que tiene un gran corazón, me asegura mi invitado, desearía reparar este daño en los dos próximos años. Y eso no es todo: el presidente no ve con malos ojos una revisión de la Constitución que otorgara mayor poder a la Duma, empezando por el de nombrar al Gobierno. Mi interlocutor, por su parte, es favorable a la creación de un cargo de vicepresidente que controlara un poco al presidente, pero en este punto Borís Yeltsin, por culpa de los malos recuerdos que le dejó el que en su día fuera su vicepresidente, el general Rutskoi, se muestra muy reacio.
"Por encima de todo, no diga en Occidente que queremos agarrarnos al poder dos años más en beneficio propio. Nuestra meta es evitar una guerra civil en un país plagado de armas nucleares. Para conseguir este objetivo estamos dispuestos a hacer concesiones", me deja caer, como si estuviera dispuesto a revelarme las interioridades de las distintas reuniones del Kremlin. Pero, a fin de cuentas, no me dice lo que ya sé por otras fuentes: que Iavlinski exige una remodelación completa del equipo de gobierno, o que Ziugánov quiere, además de una nueva Constitución, que se celebren elecciones locales en todo el país a partir del verano. La única cosa que me parece evidente es que Borís Yeltsin está dispuesto a sacrificar a buena parte de sus ministros y colaboradores con la esperanza de congraciarse así con algunos de sus competidores, aunque no apuesta realmente por llegar a un acuerdo con Guennadi Ziugánov. Mi interlocutor confirma esta impresión lanzándome lo siguiente a modo de despedida: "Con o sin compromiso histórico, no permitiremos que los comunistas lleguen al poder".
El líder del Partido Comunista de la Federación Rusa no responde jamás a las amenazadoras declaraciones de los hombres del Kremlin. Estratega prudente, 13 años más joven que Yeltsin, tiene la misma voz de bajo que este último. Las semejanzas se acaban, al parecer, ahí. Ziugánov no es un camorrista, no le gusta verse atrapado en situaciones inextricables y prefiere enfriar la partida. Antes de reunirse con los 13 banqueros y empresarios que preconizan el compromiso, pronunció esta pequeña frase: "¿Por qué no hicieron ese llamamiento hace año y medio?". Con lo que insinúa que en ese momento hubiera estado dispuesto a llegar a un acuerdo con Yeltsin, pero que ya no lo está porque se siente "prisionero" de su electorado, que le ha otorgado la mayoría en la Duma, o, más sencillo aún, porque es demasiado tarde. Todos están de acuerdo. Las razones de este retraso no son ningún misterio: después de un buen comienzo, sobre todo con su discurso sobre "el fin de la guerra en Chechenia", la campaña de Borís Yeltsin hace aguas desde mediados de abril. Bien porque la guerra prosigue, bien porque una proporción elevada (45%) de su electorado de 1991 se niega "a dejarse engañar otra vez". El sociólogo de origen georgiano Nugzar Betaneli se muestra tajante respecto a este punto. Director de uno de los institutos de sociología, goza de gran autoridad al -haber sido el único que pronosticó correctamente los resultados de las elecciones de la Duma en 1993 y 1995. En mi opinión, Betaneli ha sabido entender mejor que nadie que los rusos, por una vieja costumbre soviética, dicen que van a votar a las listas del Gobierno, incluso cuando no tienen ninguna intención de hacerlo.
Por este motivo, Igor Gaidar no obtuvo más que el 14% de los sufragios en 1993, frente al 41% esperado, y Viktor Chernomirdin sufrió otra decepción similar dos años más tarde. Bertaneli sabe, por tanto, a qué atenerse respecto a las intenciones de voto reales de los rusos. Según él, el techo de Yeltsin se sitúa alrededor del 20%: a veces sube uno o dos puntos, pero vuelve a perderlos luego, de manera que ahora mismo ni siquiera tiene asegurada la segunda vuelta, ya que nuevamente en esta ocasión el potencial del imprevisible Vladímir Zhirinovski es especialmente difícil de evaluar. En las elecciones de la Duma se le otorgaba un 6%, y consiguió un 11,5%; actualmente está entre el 7% y el 8%, pero es posible que suba mucho más. A juzgar por mis conversaciones con los taxistas de Moscú la estrella de este amigo
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de Le Pen no está tan baja. Un colega español, de vuelta de un vasto periplo por Siberia, me aseguraba que en todas esas regiones el que viene detrás de Ziugánov es Zhirinovski, no Yeltsin.
La situación es distinta en las tres metrópolis ricas: Moscú, San Petersburgo y Ekaterimburgo. Pero en estas ciudades, donde los intelectuales son fuertes, los candidatos de la "tercera fuerza" Iavlinksi, el general Lébed y Sviatoslav Fiodorov- parece que van gapando terreno. Siguen hablando de una lista conjunta que supondría la retirada de los dos candidatos peor colocados en beneficio del más fuerte. Aunque, al oscilar los tres en torno al 7% u 8%, tienen alguna que otra dificultad para dirimir quién es ese "más fuerte". Hay también un trío de desconocidos: Brynstsalov, Chakum y Vlasov; los dos primeros son millonarios,y el tercero, un ex campeón olímpico y demócrata, aunque los tres se denominan socialistas. En vez de asustar, la etiqueta "socialista" parece gozar de cierta popularidad en Rusia. Ningún candidato, sin embargo, aboga por el capitalismo: Grigori Iavlinksi quiere defender a los asalariados; Fíodorov está a favor de la autogestión; Lébed preconiza un Estado fuerte sin ningún ismo. Intrigado por esta moda de la palabra "socialismo", pedí a un profesor comunista, más bien contrario a Ziugánov, que me la aclarara: "Nuestra situación se parece a la de Francia. a mediados del siglo pasado; tenemos muchos socialistas espontáneos, algo utópicos, indignados por las injusticias sociales y creo que, poco a poco, a partir de este debate balbuceante irá desarrollándose una nueva teoría anticapitalista adaptada a las condiciones específicas de Rusia".
Nikolái Ivanovitch Riskov, primer ministro de la URSS durante seis años y desde entonces diputado de Bielgorod, no da mucho crédito al análisis de mi profesor. Me recibe en su espacioso despacho de la Duma, el mismo que ocupara hace una década como vicepresidente del Gosplan (el edificio de éste alberga ahora la Cámara de los Diputados). Este retorno, aunque fortuito, sugiere en cierta medida que la historia rusa es más bien circular. Guapo, muy educado, Nikolái Riskov me dijo hace un par de años que no tenía previsto unirse al partido de Gueniladi Ziugánov. "En efecto, no pertenezco al partido comunista y, aunque es cierto que apoyo activamente a su candidato a la presidencia, es para contrarrestar la influencia del ala radical: la Rusia de los traba . adores de Viktor Anpilov".
Riskov, que conoce bien a Borís Yeltsin puesto que trabajó a su lado en Sverdlovsk, está convencido de que no abandonará el poder sea cual fuere el veredicto de las urnas. ¿Cómo se las arreglará? "No se rompa la cabeza, encontrará la forma entre las dos vueltas del escrutinio, o incluso después". ¿Pero qué pasará si la gente se da cuenta de que esa forma no es lícita? "Nada", me responde tranquilo, aunque luego rectifica: "Nada de inmediato, pero, pasados algunos meses, la situación estará totalmente desestabilizada y será imprevisíble".
Supongamos, no obstante, que todo se desarrolla dentro del marco de la legalidad y que Ziugánov gana las elecciones, ¿volvería usted a ser su primer ministro? "¡Dios me libre!", exclama antes de esbozarme el panorama de una situación económica verdaderamente désastrosa. Sus datos son terroríficos e irrefutables. Aunque, escuchando al exacto y preciso Nikolái Riskov, acabo por preguntarme qué hará Guennadi Ziugánov con esta herencia. ¿Cómo se las arreglará para cumplir sus promesas de una vida mejor? ¿No estará interesado en perder por muy poco y seguir consolidando la posición de su partido en esas elecciones locales que tanto reclama, antes de lanzarse de cabeza al Kremlin, corriendo mil y un peligros dentro de Rusia y también en el plano internacional? Cuanto más se reflexiona sobre estas hipótesis, más se da uno cuenta de que el intento de arreglar amistosamente las elecciones es menos descabellado de lo que parece a primera vista.
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