Camoens
Más razón que una santa tienes, Soledad Puértolas, en tu denuncia sin destinatario sobre nuestro paseo de Camoens (Los árboles y el moviline, Opinión, 25 de abril de 1996). Curiosamente, en la misma fecha y en esta columna expresaba yo mis quejas por otra irregularidad urbana que "é iguá pero no é lo mismo", como dirían Martes y Trece. Y mi desolación procedía, más que del hecho, de su total impunidad. ¿Por qué defraudan una y otra vez nuestra confianza, como bien dices? ¿Por qué en estos casos no hay una ventanilla para solicitar y recibir justicia? ¿Por qué cometen ellos infracciones que nos sancionarían a nosotros? Claro que tú, al fin y al cabo, has podido largarte de Madrid. A lo mejor, hasta tienes un alcalde que no dilapida el dinero municipal en poderosas sierras mecánicas para la tradicional poda-tala de los árboles del pueblo, en ruidosos artilugios para el aseo obsesivo de su calles o en infortunadas vaquillas para el solaz estival de vecinos y veraneantes. Y vivir en un pueblo así debe ser la monda.Pero volviendo al tema que nos ocupa, resulta lícito preguntarse, una y mil veces, por qué ocupan cargos esos "enemigos de la vida" a quienes aludes. Además, fijate, si la tónica habitual en un país algo mezquino y hortera (aquí entre nosotros) como éste, cada vez que accede al poder un nuevo equipo, y no digamos un partido contrario, consiste en cambiarlo todo sin reparar en gastos y caiga quien caiga, en el contexto arbóreo o fobiarbóreo, que cae dentro del ámbito municipal y espeso, hallamos una mágica compenetración, un ciego continuismo.
Dicho esto, resulta justo y necesario puntualizar lo siguiente: lo que tú denuncias es, que yo sepa, tan sólo la culminación, el triste epílogo de una salvajada pretérita. Yo bajaba a la Casa de la Radio, todos los días y durante muchos años, por esta ruta, Soledad. Ruperto Chapí primero, Camoens luego. No era el camino más rápido, pero sí el más bello. Me solazaba el alma contemplar en primavera los pujantes brotes de aquellos árboles en verdad magníficos, circular en verano bajo el umbroso túnel formado por sus ramas... Hasta una aciaga mañana en que tuve el malhadado privilegio de contemplar un espectáculo absurdo, apocalíptico, horripilante. El hecho me impresionó de tal manera que lo denuncié, seguramente sin venir mucho a cuento, en la puesta al día de Londres para turistas ricos, reedición de 1985, página 220, en párrafo que transcribo parcialmente a continuación: "... Era un día de febrero de 1982 y Madrid estaba en alerta roja, imposible de contaminación. El smog ponía perfiles irreales en las cosas, perfiles dantescos, pero aquellos señores estaban allí, con sus locas escaleras, desmochando brutalmente unos árboles sanos,- frondosos y que, como digo, no se metían con nadie. Unos guardias municipales, mientras tanto, multaban inexorablemente a los coches aparcados, que tampoco se hubieran metido con nadie si aquellos señores no se hubiesen empeñado en tirarles gruesas ramas encima. Bueno, y como colofón, los amiguitos de los podadores estaban haciendo hogueras con las ramas menores y arrojando más humo al smog, sin que los guardias hiciesen gesto alguno para multarles a ellos...Exonerados los actuales munícipes de la responsabilidad inicial en el largo martirologio del parque del Oeste, veamos qué es lo que pasa ahora, el apocalypse now. Sábado 27 de abril de 1996, hacia las dos de la tarde. Entro en Ruperto Chapí desde Moncloa: algunos de los árboles víctimas de la poda del 82 han sobrevivido. Fueron cortados la mitad. No resulta extraño que hayan perdido la belleza; da pena y rabia contemplarlos. A su alrededor, y por el parque, suciedad tercermundista. Papeleras rebosantes que nadie ha vaciado, bolsas de plástico reventadas sobre el césped, basuras por doquier. De los no-caños de la fuente no brota nada, la pileta acumula porquería. Botes, botellas, cajetillas, caca, en el paupérrimo monumento a Miguel Hernández. Su verso allí esculpido -"este espliego júbilo exhala"- se me antoja una burla cruel en medio de tan gran desolación. En el monumento de la rotonda, más grandilocuente, leemos asimismo una frase, ahora de Manuel Hidalgo, que asevera (¡cuán prematuramente!): "Quedan abolidas las leyes de la esclavitud (de los hombres)". ¿Quién será capaz de abolir la esclavitud de los árboles?
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