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Una elección parlametaria

La aceptación por parte del presidente del Consejo General del Poder Judicial de las dimisiones de seis vocales, coincidiendo con la constitución de las nuevas Cámaras resultantes de las elecciones del 3 de marzo, convierte en una de las prioridades más urgentes del Parlamento la elección de los 20 miembros del Consejo poniendo fin al mandato del actual equipo -o lo que queda de él-, en prórroga desde el pasado mes de noviembre.Al margen de interpretaciones y juicios de intenciones es una prioridad política y una exigencia constitucional poner fin a la actual interinidad y precariedad del Consejo y al creciente desprestigio de esta institución, por su propia dignidad. La renovación del Consejo fue tarea incumplida de la anterior legislatura, y no será ocioso recordar que quien primeramente está obligado a cumplir la ley es el órgano que la dicta, y que cualesquiera que fueran los desencuentros partidistas que impidieron la renovación, debieran haber cedido ante esta verdadera cuestión de Estado.

Por las noticias publicadas, tras la elección del nuevo Gobierno se va a poner fin a su actual mandato. Esta es la única decisión posible y la misma supone el aparcamiento del sistema de elección de los 12 vocales togados, aspecto en el que el Partido Popular pretendía volver a la elección por y entre el colectivo judicial, reservando para la elección parlamentaria a los ocho restantes vocales laicos. Sin duda la correlación de fuerzas parlamentarias y el escaso apoyo que extramuros del PP despierta la vuelta al sistema anterior han sido argumentos de peso para la aceptación de la elección parlamentaria de todos los vocales.

No se trata de incidir, una vez más, en las ventajas e inconvenientes de uno y otro sistema de elección, ni en la constitucionalidad de ambos, ni siquiera en los riesgos que ambos pueden ofrecer.

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Se trata de profundizar en lo que debe ser una elección parlamentaria de los miembros del Consejo. Se trata de no malbaratar la presente ocasión repitiendo acríticamente errores y oscuridades. Se trata de poner fin a la historia interminable del sistema electoral de los vocales del Consejo que no puede ser cuestionado cada cinco años al hilo de coyunturales mayorías políticas en uno u otro sentido.

Democracia es transparencia, publicidad, debate y contradicción, y cuando se trata de elegir a los miembros del órgano de representación y de gobierno de los jueces, la elección en sede parlamentaria no es sino consecuencia de que el Poder Judicial emana del pueblo; pero puede paradójicamente afirmarse que las elecciones efectuadas hasta ahora no han respondido a estos parámetros de transparencia, publicidad, debate y contradicción que son propios de los usos parlamentarios.

Es en el hemiciclo o en las comisiones parlamentarias con representación de todos los grupos donde se ejerce la democracia, no en secretos de pasillo o en opacos acuerdos entre los jefes de fila de los partidos, acríticamente aceptados por el resto de los miembros del grupo y escenificados en una votación en el pleno, ya cantada.

Empieza a existir una opinión cada vez más consolidada que estima que la elección en sede parlamentaria de los vocales del Consejo debe pasar por la constitución de una comisión con representación de todos los grupos parlamentarios que valore la idoneidad de los candidatos propuestos, examine sus currículos y a donde puedan comparecer para responder de todas aquellas cuestiones que se les formulen.

Este sistema daría una imagen muy distinta del modo como se han efectuado los nombramientos hasta ahora, y sin duda conjuraría los errores y riesgos que ahora todos la mentamos.

Sólo así se podría contrastar la reconocida competencia que la ley exige a los que resulten elegidos, su compromiso con los valores democráticos y su capacidad de concitar apoyos y de sumar esfuerzos para un mejor gobierno del Poder Judicial, sin caer en la apariencia de una cooptación vicaría del partido que le propone; y digo apariencia porque en esta materia la sola apariencia es importante para la credibilidad de la persona y de la institución a la que se va a integrar.

La independencia judicial o es un privilegio, sino un valor que la sociedad deposita en los jueces como garantía de la imparcialidad de sus resoluciones; tiene una naturaleza instrumental y no puede entenderse como un patrimonio corporativo. Por eso la independencia predicable del Consejo General del Poder Judicial es instrumental de su condición de garante de la imparcialidad y buen gobierno, de los jueces, equidistante, tanto de la confusión o desvanecimiento del Poder Judicial dentro de otro poder del Estado, singularmente del Ejecutivo, como de la política de confrontación sistemática sustentada por una concepción de la independencia judicial en permanente beligerancia, y, por tanto, en permanente conflicto con otros poderes del Estado.

El Poder Judicial, como poder del Estado debe tener un discurso propio desde el referente que representa la Constitución, por eso no puede ser ni eco ni trinchera. Una elección parlamentaria que responda real y efectivamente a tales principios no sólo no obstaculiza, sino que facilita ese propio espacio político sin duda mejor que la elección por el propio colectivo judicial que se traduciría en la realidad por una elección por las asociaciones judiciales con reproducción agravada del sistema de cuotas o lotes que ahora se critica.

Tres últimas reflexiones:

a) Parece imprescindible fijar un protocolo del nombramiento parlamentario de los miembros del Consejo. La importancia de este órgano constitucional es incompatible con el permanente cuestionamiento de su forma de elección, y la propia elección parlamentaria no puede quedar sujeta a los vaivenes o intereses de unas políticas coyunturales.

b) El Consejo es un fin en sí mismo, habría que evitar el efecto trampolín. No puede repetirse el generalizado paso del Consejo a otras instituciones. Por su propia dignidad y para evitar las disfunciones de todo tipo que este trasiego crea en un órgano de 20 miembros.

c) Se debe ser respetuoso con la distinción entre vocales togados, de procedencia judicial, y laicos o juristas. Donde la Constitución ha querido distinguir, debe mantenerse la distinción y el argumento de que el juez es también jurista conduce al vaciamiento de las previsiones constitucionales.

Todavía de lege ferenda se podría añadir la reflexión que supone la total renovación del Consejo cada cinco años. Tal vez no fuera ocioso apuntar la conveniencia de unas renovaciones parciales que dieran una cierta estabilidad a una política judicial evitando la situación de empezar de cero cada cinco años. Evidentemente, esto supondría una reforma constitucional. Sin duda no es éste el momento de ahondar en esta idea. Bastante es que no se dilapide la ocasión que ahora ofrece la renovación del Consejo para estrenar, de verdad, una elección en sede parlamentaria.

Joaquín Giménez García es presidente de la Audiencia Provincial de Bilbao.

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