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Lo sensato y lo insensato

En un coloquio sobre Cataluña y el nacionalismo celebrado recientemente en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense, los representantes del PP y de CiU, Alex Vidal Quadras y Pere Esteve, se pasaron el rato increpándose, civilizadamente desde luego, pero increpándose de verdad sobre sus respectivas ideas políticas. Con ello me dejaron el terreno libre para que yo pudiese exponer mi propio punto de vista sin increpar a nadie.Modestamente, creo que ésta puede ser una pequeña síntesis de lo que está ocurriendo en el largo proceso de negociación entre el PP y CiU. Antes del 3 de marzo todo llevaba a la confrontación total, no tanto sobre las políticas concretas como sobre los principios políticos e ideológicos de cada formación. El PP veía la campaña como una lucha a muerte para hundir al PSOE y para no tener que depender de los nacionalistas catalanes y vascos. CiU, que ya no podía seguir presentando al PSOE como su enemigo exterior e interior, después de tres años de cooperación en importantes iniciativas legislativas, se enfrentaba radicalmente con un PP que le disputaba una parte de su electorado. Pero la misma noche del 3 de marzo unos y otros se encontraron con un panorama muy diferente al previsto: el PSOE perdía, pero se mantenía como un partido fuerte y sólido, y el PP iba a depender de los nacionalistas. Y éstos, a su vez, para cumplir con su objetivo electoral -ser claves en Madrid-, estaban obligados a entenderse con el PP.

Para colmo, en Cataluña el PSC-PSOE obtenía una victoria espectacular, CiU bajaba y el PP se estancaba. El PSC obtuvo 375.115 votos más que CiU y 825.019 más que el PP. O sea, que las fuerzas que iban a tener que pactar la investidura y alcanzar un posible acuerdo de legislatura -una de ellas de ámbito exclusivamente catalán- eran minoritarias en Cataluña y el grupo parlamentario del PP en el Congreso de los Diputados era más reducido -y por lo tanto más débil- que el del PSOE en la anterior legislatura.

Un acuerdo entre grupos débiles siempre es más complicado que un acuerdo entre grupos fuertes, porque son más vulnerables a la presión y porque necesitan resultados espectaculares que les den una apariencia de fuerza. Por eso era evidente que la inevitable negociación iba a ser larga y compleja: en definitiva, una y otra parte necesitaban tiempo para que sus respectivas bases pudiesen olvidar la crispación del pasado y acostumbrarse a otra situación y ellos mismos, los dirigentes, necesitaban ganar tiempo para poder decir blanco donde antes decían negro sin que se notase demasiado la flagrante contradicción.

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Más todavía: precisamente porque la negociación era y es difícil y delicada ambas partes necesitaban titulares de prensa que les permitieran aparecer como triunfadores ante sus propias bases electorales. Y tenían qué dar también un tinte dramático a la propia negociación, hablar de avances y de retrocesos, dar una sensación de pugna centímetro a centímetro, y escenificar el acuerdo final con la máxima solemnidad, posiblemente con una reunión de los máximos líderes en Barcelona, no en Madrid ni a mitad de camino, para que José María Aznar pueda dar una imagen de magnanimidad y Jordi Pujol una imagen de fortaleza. Todo esto es normal, forma parte del juego y no tiene por qué escandalizar a nadie.

Ante esta insólita situación la futura oposición tenía y tiene dos posibilidades: entrar a saco en las contradicciones de los que están intentando pactar la nueva mayoría, sabiendo que difícilmente puede ofrecer con seriedad una alternativa viable a corto plazo, o procurar serenar las posas, asegurar un cambio civilizado y no poner palos en las ruedas de la negociación para que, aunque sea a trancas y barrancas, se pueda formar finalmente un Gobierno. Esto último es lo que ha hecho y hace el Gobierno en funciones y el Partido Socialista en general, y creo que es lo correcto. Y lo es no sólo por razones coyunturales, sino también porque después de una etapa de tanta crispación, de tanto acoso y derribo, de tanta escandalera y de tanta demagogia como la que hemos vivido en los tres últimos años lo verdaderamente sensato y constructivo es aportar serenidad, prudencia y moderación a la política general del país. En definitiva, un sistema democrático sólo puede funcionar de una manera estable si los contendientes políticos se enfrentan como adversarios dentro de un mismo marco común, no si se enfrentan como enemigos irreconciliables que ni comparten este marco ni están dispuestos a aceptar alternativas pacíficas de gobierno.

Pero dicho todo esto, es evidente que hay una negociación en marcha y que en esta negociación se abordan cuestiones y se adelantan unas decisiones que no sólo afectan a los negociadores sino también a todos los demás. Y es evidente también que los negociadores sólo negocian en su propio y exclusivo nombre, no como representantes de alguna entidad superior. Basta recordar los resultados electorales en Cataluña a que antes me he referido, para ver que CiU no puede pretender que representa a Cataluña como un todo en esta negociación. Y basta recordar los resultados generales en toda España, que en términos numéricos constituyen prácticamente un empate técnico, para ver que hay grandes sectores sociales que no están representados por nadie en una negociación que les va a afectar directamente.

Más allá de la escenificación, una negociación de estas características tiene dos peligros. El primero es que todo se quede -o de la impresión de que se queda- en una simple transacción monetaria y mercantil: tanto dinero y tantas competencias a cambio de algo. El segundo es que afecte por la vía de hecho a aspectos fundamentales del sistema autonómico y de la estructura del Estado sin que las demás fuerzas políticas y las comunidades autónomas concernidas tengan voz y voto en el asunto.

Cuando me entero, por ejemplo, de que el PP está dispuesto a conceder a CiU tantos miles de millones o tal o cual competencia me satisface, por un lado, que la autonomía catalana tenga más recursos y más competencias, pero a la vez creo que para la propia Cataluña es fundamental que las demás autonomías también tengan más recursos y que no disminuyan los recursos para las grandes políticas generales del Estado. Por otro lado, no me basta como conquista autonómica, porque me queda la incógnita de saber qué hará con este dinero un Gobierno de la Generalitat que no se ha distinguido hasta ahora por su rigor financiero, ni por su contención del déficit ni por su acendrado amor a los ayuntamientos de Cataluña.

Lo cierto es que la negociación sobre la investidura se está haciendo sin que ninguna de las partes parezca tenga claro el modelo general que quieren construir. El propio Jordi Pujol

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habla ahora de Quebec como hace unos años hablaba de Yugoslavia y de Lituania, dos modelos que, afortunadamente, han quedado infinitamente lejos de nuestro país. Y en cuanto a los negociadores del PP, la verdad es que es imposible saber en qué modelo piensan más allá del tira y afloja de cada día.

La lógica profunda de nuestra Constitución es la lógica de un modelo federal que puede, compaginar perfectamente lo común y lo singular, la igualdad de todos en la garantía jurídica y financiera de los derechos básicos y el reconocimiento y el desarrollo sin rupturas ni enfrentamientos de los elementos singulares o hechos diferenciales. Pero para conseguir lo uno y lo otro se requiere una voluntad firme y seria de cooperación. Y para que esa cooperación sea real y eficaz se necesita que sus protagonistas sean fuertes y estén seguros de sí mismos. O sea, que se necesita un poder central fuerte, unos poderes autonómicos fuertes y unos poderes locales fuertes. No sé si lo que se está pactando va en esta dirección y desde luego no parece que a los negociadores les haya interesado mucho, por el momento, el fortalecimiento de los municipios.

En definitiva: una cosa es la serenidad y la no interferencia en las negociaciones; otra cosa es saber por dónde van los tiros y hasta qué punto se pueden aceptar o no los hechos consumados sin pestañear. Una cosa es no poner palos en las ruedas de la negociación; otra cosa es que un pacto para la investidura se convierta en un pacto sobre el desarrollo y el funcionamiento global de todo el sistema autonómico. Esto último sería una tremenda insensatez y nuestro deber es advertírselo a los posibles insensatos.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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