_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Laudrup y demás duendes

Ante el Sevilla, en uno de esos partidos grabados a fuego que tan poco le van, Michael Laudrup dio una de esas lecciones de alquimia que tanto recordaremos. Esta vez, su mérito consistió en convertir en oro media docena de balones furiosos. Dicho con mayor propiedad, media docena de veces tuvo que bordear al traumatólogo, media docena de veces acertó a dividir prodigiosamente el espacio por el tiempo y, en resumen, media docena de veces logró transformar un pellejo lleno de aire en una herramienta de precisión.Ser Laudrup y resistir la tentación de cobijarse en la banda casi llega a parecer locura. En estos tiempos de entrenadores por ordenador, agresiones tácticas y directivos que se fajan cuerpo a cuerpo con cualquier excusa, todos los Laudrup llevan colgado el cartel de Vivo o preferiblemente muerto. O quizá sea que siempre fueron tratados como enemigos públicos y, por razones de conveniencia que el corazón no puede aceptar, los espectadores siempre nos limitamos a consentirlo. Un superficial repaso de la epopeya basta para confirmar esta impresión. En el Mundial de Londres, Laudrup se llamaba Pelé y los portugueses le tiraron encima todo el hierro forjado que habían conseguido reunir en Angola; después, Laudrup se llamó Eusebio y toda Europa empezó a disparar contra él cuando había peligro de gol; más tarde se transfiguró en Cruyff y los italianos encargaron el trabajo sucio a Oriali, uno de esos menudos esbirros de porte rural que en lugar de atizarte un puñetazo te clavan un pincho. A continuación, cuando se llamó Maradona, cada clan de la competencia contrató a un matón con la consigna de eliminarlo por la espalda: todavía se recuerda la persecución a que le sometió en el Mundial de España un camorrista peinado a navaja que, Santa Madonna, llevaba una camiseta color azul celeste y para más inri se hacía llamar Gentile.

Hace varios días, Laudrup anunciaba su propósito de abandonar el Madrid. Todo el mundo entendió su mensaje como el anuncio de un exilio. Seguramente pedirá estatuto de refugiado en algún país neutral; se irá a una liga en la que el fútbol no sea para el que lo trabaje, sino para el que lo juegue. En su caso, y por una mínima exigencia estética, sólo Holanda y Dinamarca podrían ser buenas tierras de asilo.

Luego, la historia volverá a repetirse: siempre habrá un matón dispuesto a disparar contra el nuevo Laudrup y siempre habrá un memo vestido de árbitro dispuesto a perseguir a quien proteste. La ley seguirá castigando más el quejido que la patada.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_