El euro y los plazos
Sin entrar en el debate estrictamente político y de fondo sobre el significado y conveniencia para nuestro país del proyecto de Unión Europea, dedicaré las siguientes líneas a abordar dos aspectos económicamente cruciales del paquete de acuerdos de Maastricht. En el primero, y que trataré más extensamente, se analizan las implicaciones del tipo de cambio fijo y, en última instancia, de la adopción de la moneda única frente a las supuestas ventajas para nuestra economía de optar por un sistema de cambios variables. En el segundo, expuesto muy sucintamente, me intereso por las posibilidades razonables que tiene nuestro país de cumplir los plazos del plan de convergencia y por los costes económicos y sociales que llevaría consigo ese cumplimiento.A estas alturas, ya conocemos bien los riesgos y costes que implicó el voluntarioso experimento del Sistema Monetario Europeo (SME) en su última fase de banda estrecha. El intento de mantener -con los actuales patrones monetarios y financieros internacionales- durante un largo -periodode tiempo un sistema de tipos de cambio fijos, o cuasi fijos, entre economías que presentan perfiles y tasas de crecimiento desiguales, además de difícilmente viable, constituye un reclamo irresistible para los ataques especulativos. Estos ataques resultan inevitables una vez que los mercados cuentan con el dato seguro de que los bancos centrales implicados intervendrán de deteminada manera en el mercado de divisas y/o sobre la oferta monetaria para restablecer o sostener en su posición predefinida los tipos de cambio. Bastó con que el SME ensanchase su banda de fluctuación -eso sí, a costa de desvirtuar en gran medida sus originales pretensiones- para que los ataques especulativos cesasen o al menos lo tuviesen más difícil.
Como ya había sucedido en un contexto y alcance distintos, con el sistema de tipos de cambio fijo (SCF) inaugurado en Bretton Woods y vigente hasta 1973, la experiencia del SME nos mostró que los tipos fijos no conjuran la inestabilidad de los mercados y que además tienden a promover relaciones asimétricas de subordinación entre las monedas.
Sin embargo, que el SCF presente éstas y otras debilidades no significa que un sistema de tipos de cambio variable (SCV) las evite, ni tampoco que resulte claramente superior a la hora de atenuar las recesiones o garantizar la estabilidad macroeconómica. En primer lugar, hay que resaltar, frente a una ilusión que parece bastante extendida, que, en el actual contexto de libre movilidad de capitales, el SCV no garantiza la autonomía monetaria más que formalmente. En la práctica, el margen real y responsable de manipulación de los tipos de cambio (TC) por parte de la autoridad económica y monetaria es muy estrecho. La experiencia nos dice que en un SCV el nivel de interdependencia es tan elevado o mayor que en uno de tipos fijos.
En segundo lugar, es preciso insistir en que, salvo en situaciones especiales, la capacidad de intervenir y mejorar la competitividad y el saldo comercial exterior a través del ajuste de los TC -bien mediante depreciaciones periódicas más o menos automáticas, bien mediante el recurso extremo a la devaluación- es una opción que en el corto plazo presenta inconvenientes, pudiendo llegar a ser, bajo ciertos supuestos, incluso más contraproducente que positiva, y que en el medio y largo plazo resulta inoperante. Resulta indiscutible que un TC elevado incide negativamente sobre la balanza comercial. Sin embargo, para abordar adecuadamente esta cuestión, es preciso tener presente que son los déficit comerciales sistemáticos los responsables últimos de la tendencia a la elevación del TC. Esta secuencia causal es bien conocida, y esquemáticamente expuesta viene a ser la siguiente: los déficit comerciales reducen la liquidez de la economía (debido a la salida de dinero que implica el déficit), como respuesta tiende a elevarse el tipo de interés (TI) (impulsado al alza, además, en su caso, por las necesidades de financiación del déficit), y esa elevación del TI atrae capitales del exterior que, al presionar sobre la cotización de la peseta, terminarán elevando el TC. Esta elevación del TC, a su vez, incidirá negativamente, den tro de un círculo perverso, sobre el saldo comercial; pero es en éste y en las causas estructurales que lo promueven -concretamente en la baja competitividad del sistema productivo- donde radica el problema de fondo. Las depreciaciones automáticas o inducidas y las devaluaciones del TC constituyen meros parches coyunturales que inciden sobre los síntomas sin atacar las causas de fondo, y que además -y éste es un aspecto que interesa destacar- frecuentemente pueden causar más daños que beneficios. En efecto -y entramos en el terreno de las expectativas y los costes de la inestabilidad cambiaria-, una economía cuya moneda se encuentre sometida a depreciaciones o devaluaciones recurrentes sólo podrá continuar atrayendo capitales a costa de elevar el diferencial de su tipo de interés real con relación al resto de las economías extranjeras, para así compensar el coste de las depreciaciones o devaluaciones esperadas. El impacto negativo de este superior TI sobre la acumulación de capital -y, por derivación, sobre el crecimiento y el empleo- no necesita más comentarios.Dado el elevado nivel de integración e interdependencia que registra el actual marco financiero y monetario internacional, el grado de autonomía monetaria y cambiaria real, para una economía como la española, se aproxima a cero. Sin embargo, en un sistema europeo de moneda única, en el que se garantizase, eso sí, la presencia y la voz de los intereses regionales o federales en sus centros de decisión real, probablemente países como España tendrían más oportunidades que hoy de influir coordinadamente en el, diseño de la política monetaria común. En la actualidad, estos países tipo España todavía conservan la soberanía monetaria formal, pero sin tener la oportunidad de participar en el único centro que mantiene cierto grado de libertad y autonomía monetaria en Europa: el Bundesbank.
La reivindicación de la soberanía cambiaría constituye, en suma, un ejercicio formal, sin duda intelectualmente interesante, pero poco realista y periférico en relación con los auténticos problemas de fondo con los que se enfrenta la economía española. En el centro de estos problemas se sitúa el reto estratégico de tener que competir abierta y sostenidamente en el mercado interior europeo. Éste -y no tanto la unión monetaria constituye la verdadera prueba de fuego de "meterse en la cama con el gorila", por remitimos a la feliz metáfora de Samuelson. Lo que, en este sentido, implicará realmente la moneda única, caso de implantarse, es que el reto -de la competitividad-desprovisto ya de las ilusiones reguladoras y defensivas que todavía despiertan la manipulación de los tipos de cambio y la autonomía monetaria nacional- se desarrollará claramente, al desnudo y en toda su crudeza como lo que ya de hecho es hoy: una competencia entre empresas regida determinantemente por ventajas absolutas de costes de producción; es decir, en última instancia, de costes unitarios laborales reales.
Sentada la importancia -independientemente de los dictados de Maastricht- de reducir el déficit presupuestario como una condición necesaria aunque no suficiente para restablecer las condiciones macroeconómicas que hagan posible la recuperación de la economía y el empleo, y la propia preservación y desarrollo futuro del Estado de bienestar, la cuestión radica en establecer si es posible cumplir el actual calendario de convergencia y con qué costes.
Son muchas las razones -cuya exposición excede ya los límites de este artículo- que abundan en la enorme dificultad que tiene la economía española, y no sólo ella, para llegar con los deberes hechos a tiempo a julio de 1998, fecha en la que el Consejo Europeo someterá a examen a los candidatos. Y son aún muchas más las razones que recomiendan una revisión y modulación del calendario de convergencia -que, eso sí, debería ser concertada entre todos los miembros del club- si se quiere evitar que la aplicación de un plan de choque fiscal hiperrestrictivo -que tendría que adoptar no sólo España, sino la mayoría de los candidatos- termine agravando inevitablemente a medio plazo las tendencias recesivas de la econom4a europea y aumentando las ya elevadas tasas de desempleo y malestar social. Y de ahí a que además se generalice un clima de frustración y hostilidad hacia la propia construcción de la Unión Europea sólo hay un paso. Para evitarlo, parecería oportuno atenerse al viejo dicho popular: "Vísteme despacio, que tengo prisa".
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