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El retorno de los brujos

Las elecciones del 3 de marzo se han saldado -globalmente hablando: dése por excluido quien piense que a él no le afecta- con un llamativo desacierto de las encuestas preelectorales y, en medida algo menor, también de las realizadas a pie de urna. De ese fracaso somos responsables quienes firmamos personal o colectivamente los pronósticos, y no lo son, desde luego, quienes realizan los trabajos de base (encuestadores, supervisores, informáticos), ni mucho menos, los medios que difunden nuestras encuestas y que se limitan a presentar y valorar periodísticamente lo que les damos. Si la anterior confesión sirve de prueba de convicción en estrados para la innumerable legión de nuestros denostadores (algunos de los cuales, por cierto, vienen a ser los mismos que jaleaban más allá de lo razonable las predicciones cuando daban pábulo a sus sueños), con su pan se lo coman y que les sea de provecho. Pero, pasado ya un tiempo razonable y aplacada -espero- la sed de sangre, téngase el sosiego de atender a argumentos. En sustancia, las encuestas preelectorales han sobreestimado la distancia electoral que mediaba entre PP y PSOE y han dado, predominantemente, la impresión de unas elecciones no competitivas, siendo así que la elección ha quedado, finalmente, dirimida por un margen muy estrecho. Las razones para ello se relacionan con tres factores.Ha habido nueva movilización no detectada por las encuestas. Aunque la tasa de participación facial es muy similar a la de 1.995 (apenas punto y medio por encima), la participación real, es tres o cuatro puntos más alta, ya que se da una notable inflación censal: entre 700.000 y 900.000 electores del total de crecimiento censal con relación a 1993 deben corresponder a sobrerregistro. Esto implica probablemente que se ha dado una movilización adicional incluso en estratos que no se movilizaron en 1993, y es plausible que se haya inclinado más que proporcionalmente hacia el PSOE. Pero, además del factor de la participación, se pueden avanzar dos causas fundamentales del desatino predictivo (encuestas preelectorales) y estimativo (encuestas a la salida de urna). Una, imputable a la calidad de nuestro trabajo de análisis, la inadecuación del sistema seguido para trasladar los datos brutos a predicciones o estimaciones. Otra, emparentada con las peculiaridades de nuestro sistema de legislación electoral, la genuina inflexión en la tendencia de voto que tiene lugar durante la campaña. La acción -concurrente y sinérgica- de ambos factores provee la explicación de lo que ha sucedido.

Antes de entrar en su descripción, valga una palabra para centrar la cuestión en el ámbito que le es propio: el de la opinión pública y el clima de la misma. En efecto, no hay que olvidar que las encuestas -y las electorales entre ellas- son un mecanismo de conocimiento de la opinión pública inserto en -y tributario de- un clima determinado en un momento dado. Ese clima de opinión constituye -por usar la pertinente metáfora de la especialista alemana Elisabeth Noelle-Neumann- la piel social. Esto es, el clima de opinión envuelve y recubre (pero no necesariamente penetra en) las opiniones y actitudes, aunque al final no determina inexorablemente los comportamientos. Pues bien, el clima de opinión, que la gente es capaz de reconocer y frente al que es capaz de reaccionar, actuaba en esta situación preelectoral de forma distinta para unos y otros: mientras mantenía en un estado de franca expresividad a los partidarios del PP sumía a los del PSOE, de forma particular a los de baja intensidad, en una situación de retraimiento y poca proclividad a expresar la preferencia electoral, cuando no les empujaba a declarar -de forma no necesariamente insincera- su disposición a votar a otro partido. Decir esto -contra lo que algunos creen- no supone ni ofender a ese votante ni hacer ningún género de suposición sobre su capacidad intelectual o su consistencia moral o psicológica. Supone simplemente constatar un dato de la realidad, firmemente anclado en una base empírica, En efecto, quienes en las encuestas preelectorales decían haber votado al PSOE en 1993 eran, a la, vez, quienes en mayor proporción transferían su intención de voto a otro partido (sobre todo al PP) y quienes, igualmente en mayor proporción, no contestaban sobre lo que iban a votar (en un orden tres veces superior al de los votantes anteriores del PP). En una palabra, había un claro fenómeno de espiral de silencio en torno al votante socialista de más débil identificación, que le hacía dar en las encuestas pocas pistas, pistas débiles o, al límite, pistas falsas (aun sin conciencia subjetiva de que lo fueran).

Pues bien, nuestro error ha sido no reconocer en su integridad las posibles consecuencias de este clima de opinión y no modificar nuestro modelo de estimación electoral consecuentemente para asignar indecisos de forma diferente, según se tratara de individuos cuyas pistas condujeran al PSOE o cuyas pistas más bien encaminaran a otros partidos. Si lo hubiéramos hecho de esa manera -y según un reanálisis de nuestros propios datos- a la altura en que realizamos la última encuesta publicada en EL PAÍS, habríamos asignado al PP una ventaja en la intención de voto entre seis y siete puntos porcentuales, en lugar de los nueve que le concedíamos. Nos hubiéramos acercado más a la realidad, aunque el sentido político del pronóstico no hubiera variado gran cosa. Va de suyo que este clima es el que, a su vez, explica lo sucedido en los sondeos a la salida de urna: los votantes del PSOE menos convencidos rechazaron en proporción más alta manifestar el sentido de su voto.

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Pero, volviendo a los sondeos preelectorales, ese mismo sistema de reanálisis de la información, congruente con la hipótesis de la espiral de silencio, aplicado a una encuesta que realizamos, cuando ya estaba prohibida su difusión en España, para el semanario portugués Expresso durante los días 27 y 28 de febrero, a dos del final de campaña, hubiera transformado la estimación que efectivamente se publicó (una ventaja de algo más de 6 puntos para el PP) en una que asignara tan sólo punto y medio de ventaja a los populares, es decir, casi el resultado que se produjo realmente.

Porque, y ésa es la segunda parte de la explicación, durante la campaña, y de modo especial en sus 10 últimos días, se produjo una inflexión significativa de las tendencias, como resultado de la enérgica llamada a la identidad que condensa el mensaje del PSOE, fuertemente personalizado en Felipe González. Esa llamada tiene efectos perceptibles en los electores que hemos llamado de baja intensidad y no sólo removiliza a los desmovilizados, sino que provoca, como arriba decíamos, movilización nueva y regreso al redil de votantes que pensaban cambiar de voto. La campaña crea un territorio simbólico nuevo que permite la recuperación de iniciativa en la definición de la agenda por parte del PSOE, lo que a su vez despierta la identidad y la memoria. De ahí ese cambio de tendencia que descubrimos aunque de forma insuficiente y socialmente ineficaz, cuando ya la ley no nos permitía comunicarlo, y que hemos terminado de evaluar una vez pasadas las elecciones, cuando ha perdido utilidad como pronóstico y vale, si acaso, como explicación. En este cuadro explicativo que pretende ser cualquier cosa menos autoindulgente- hay que enmarcar la desdichada peripecia que hemos vivido. Seguimos profundizando en su análisis, que nadie más interesado que nosotros en que sea tan exhaustivo y satisfactorio como quepa. Pero, sentado todo lo anterior, tampoco sobraría un poco de raciocinio en nuestros críticos. Las encuestas electorales son un subgénero de las encuestas especialmente frágil (están a medio camino entre lo descriptivo y lo predictivo) y especialmente expuesto a factores de indeterminación distintos de los técnico-estadísticos, notablemente los de tipo político. Su falibilidad en la dimensión predictiva ni empece su utilidad descriptiva y explicativa ni prejuzga similar debilidad en encuestas de otro tipo, mucho más precisas y socialmente confiables. Ni, por último, debe llevar al olvido el que los marcos contextuales en que se desenvuelve este trabajo hacen que en unas ocasiones se esté en condiciones de acertar más que en otras. Ahora que tanto se desbarra sobre las encuestas, y que algunos. Pon toda seriedad proponen su sustitución por los improbables aportes de visionarios de vario pelaje, cabría recordar cómo, tras el sonado fracaso de las encuestas en junio de 1993, aquel mismo año los sondeos predijeron con exactitud mílimétrica los resultados de las elecciones gallegas, y cómo en 1994 y 1995 sucedió lo mismo con las elecciones europeas y la mayor parte de las locales y autonómicas.

Mejorar y revisar nuestro utillaje no implica desechar apresuradamente mecanismos que ha costado mucho poner a punto y que han acertado mucho más de lo que han errado. Y, en última instancia, tampoco es preciso perder de vista que la democracia es grande, entre otras cosas, porque las encuestas no cuentan como votos. Finalmente, la soberanía intelectual y política del elector se manifiesta, también, desmintiendo a las encuestas. Pero eso no debiera redundar tanto en menosprecio de encuestas cuanto en renovado aprecio de la libertad.

José Ignacio Wert es sociólogo y presidente de Demoscopia.

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