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La nueva gente del fútbol

Dirigir un equipo ha dejado de ser un pasatiempo para convertirse en un negocio que mueve 40.000 millones

Luis Gómez

No hace demasiado tiempo, el fútbol era para la gente del fútbol. Y esa gente formaba la clase dirigente, hombres de reconocida solvencia cuya principal virtud era el exceso de tiempo libre para dedicarlo a la gestión del club de la localidad. Había en su actitud un altruismo un tanto hipócrita: invertían su tiempo y obtenían reconocimiento social. El riesgo económico era tan relativo que, a finales de los años 80, el diagnóstico del fútbol español era el propio de un enfermo terminal con más deuda que patrimonio y todo tipo de amenazas de embargo.La situación provocó la intervención del Gobierno, porque tal era la fuerza del fútbol que los socialistas, con buen criterio, no quisieron pasar a la historia como los enterradores del único deporte verdaderamente nacional. El plan de saneamiento, por no denominarlo en su momento plan de salvación, nació acompañado de una ley que obligaba a convertir los clubes en sociedades anónimas. No sólo no existía otra salida, es que esa ley era el mejor argumento para ponerle un nombre y un apellido a los futuros responsables de las futuras deudas. Y, sobre todo, era una argucia legal para intentar transformar la situación: el fútbol para el que se lo trabaje. Buena parte de la clase dirigente perdió de forma repentina todo interés por el deporte rey porque ya no era un ocio bien remunerado; las juntas directivas dejaban de ser una reunión de amigos: la cosa iba en serio, consejos de administración, auditorías y... responsabilidades financieras.

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Cuando Jesús Gil golpeó en el mentón al gerente del Compostela acompañado de varios guardaespaldas, hubo quien se preguntó qué es lo que había cambiado para que esa escena fuera posible. La gente del fútbol nunca llegó a las manos, la violencia nunca había trascendido ciertos límites dialécticos. De aquella transformación que buscaba sentar en el palco a empresarios dignos de crédito e impulsores de unos nuevos métodos de gestión se había llegado a una realidad un tanto escabrosa: dirigentes pendencieros y deslenguados. La agresión de Gil ante las cámaras de televisión era excesivamente repugnante. ¿Hasta dónde estaban dispuestos a llegar los nuevos dirigentes del fútbol?, ¿quiénes eran esos presidentes nacidos de la reconversión?

La Liga Profesional reúne una variopinta mezcla de constructores, intermediarios y distribuidores, las actividades que más abun

dan entre los presidentes de nuevo cuño. A diferencia de otros países, en España pocos son los presidentes que proceden de la economía productiva, que son los casos de la familia Solans (Zaragoza), dueños de Pikolín, o de Juan José Hidalgo (Salamanca), propietario de Air Europa y Viajes Halcón, entre sus casi 30 empresas. Sin embargo, no es esta la distinción fundamental: en la Primera División hay una clara divisoria entre los que son dueños de un club, los que controlan un paquete importante y los que son minoritarios.

Mucha es la diferencia que separa a Ruiz de Lopera de Javier Pérez. Lopera es tan amo y señor del Betis que ordenó instalar su busto en el Benito Villamarín. Nadie puede discutirle nada: cuando el Betis estaba a punto de desaparacer porque sus fieles socios de antaño no acudían a la compra de acciones, apareció Lopera en el minuto 90 con 800 millones. Pérez, por el contrario, administra el club desde sus ocho acciones (80.000 pesetas de inversión). Llegó a la presidencia en 1986 cuando

el equipo militaba en Segunda B y aunque es Ginecólogo de profesión, ha convertido el fútbol en su actividad principal. Es de los pocos que cobran.

Y esa misma diferencia es la que separa a Gil de Caneda. Jesús Gil es el presidente que más dinero ha invertido en su club, dos mil millones según algunas estimaciones. Caneda es un pequeño accionista, que gestiona a razón de medio millón de pesetas al mes un club cuyo verdadero dueño es el Ayuntamiento de Santiago, que acudió a la compra de acciones (40%) para evitar su desaparición.

Gil se hizo dueño del Atlético desde el primer momento. De forma irregular y con el consentimiento de la administración deportiva, mezcló sus cuentas personales con las del club, eludió la convocatoria de algunas asambleas y pasó a convertir el club en una enorme deuda de 3.000 millones de pesetas cuyo único acreedor era el propio Gil. La conversión del Atlético en sociedad anónima con más del 90% de las acciones en sus manos resultó inevi

table. No hay mejor ejemplo que Gil para resaltar los beneficios del fútbol en la promoción social. Pero el salto de Gil a la política tampoco fue el único salto.

Ahí está la lenta pero segura progresión de Augusto César Lendoiro, a quien se considera la voz del PP en el Deporte. Lendoiro fue un abogado que nunca ejerció. Desde la gerencia de un colegio privado, entró en el mundo del hockey sobre patines hasta convertir al Liceo de La Coruña en un fenómeno en la ciudad. Su prestigio de hombre milagro le llevó al Deportivo, donde consiguió un éxito, sin precedentes. En la política, su carrera no tiene desperdicio: es portavoz del PP en el Ayuntamiento, secretario de Deportes de la Xunta y presidente de la Diputación.

Mientras Gil y Caneda eran separados, escaleras arriba esperaban hombres como Solans y Lopera, que han arriesgado casi mil millones en el Zaragoza y el Betis, respectivamente. O Marcos Fernández, que tiene parte de su patrimonio empeñado en un negocio

como el Valladolid, un negocio difícil de manejar, en el que un gol en contra puede significar una caída de ingresos cercana a los 500 millones. 500 millones por un gol, un precio demasiado alto. Marcos Fernández tiene una oferta tan concluyente como esta: si firma recibirá mil millones de forma inmediata por cada año que mantenga al club en Primera. Descender a Segunda es rebajar los ingresos a cien millones anuales. El descenso tiene un precio: 900 millones.

Quiere ello decir que, sean dueños o no, dispongan de un paquete minoritario o disfruten de un buen sueldo, alternen la gestión del club con una carrera política, nadie ocupa el palco por nada. Acabó la época en la que el dirigir un equipo era una buena ocupación para el tiempo de ocio. Unos se juegan mucho dinero, otros sueldo y proyección social, Lendoiro un prestigio en la política. Manejan cerca de 40.000 millones anuales y un escenario muy conflictivo. El fútbol se ha convertido en un gran negocio televisivo y las tentaciones obran, con cifras que alcanzan los nueve ceros, en la mesa de cada despacho. Hay una inocencia que se ha perdido: hay canales de televisión que persiguen la compra de acciones a buen precio, conglomerados multinacionales que prometen una lluvia de millones por todo tipo de derechos.

En las reuniones de la Liga ya no se habla de fútbol; ni siquiera de árbitros: se discute cómo repartir una tarta valorada en 150.000 millones de pesetas, según unas cifras que algunos de los actuales dirigentes jamás habían manejado. Y de ese reparto dependen muchos bolsillos e intereses. El fútbol español ha cambiado mucho desde septiembre de 1991. La gente del fútbol ha dado paso a los dueños del fútbol. Del pasado sólo permanece el tranquilo reinado de Josep Lluís Núñez, a punto de cumplir su 20 cumpleaños como presidente del Barça. Los nuevos hábitos han traído nuevos conflictos: cada gol en contra duele en el bolsillo de alguien.

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