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Administrando el 'sí'

Conozco a alguien a quien una mujer sin escrúpulos está volviendo loco a base de no decirle que no. Tampoco que sí. Pero con el silencio dándole a entender que sí. No sólo porque quien calla otorga, como dicen (falsa, simplistamente como en la mayor parte de los proverbios), sino porque hay silencios más comprometidos aún que un vulgar sí, que se acaba al término de una sílaba, dos letras. Y después qué. El silencio, en cambio, lleva implícito un sí inacabable, inmune al desencanto, un sí indivorciable. (Bien es verdad que también un no. Nada es perfecto.)Alguien pensará que por este camino estoy a punto de descubrir el Mediterráneo, y tiene razón. Lo que faltaba: teorizar, moralizar incluso sobre el escote, la caída de ojos, la falda ligeramente más corta el beso de despedida medio segundo más largo, la voz del teléfono llena de vocales y de silencios, y todas las demás tácticas y perfumes que, desde que los ríos bajan de las montañas, las mujeres han empleado para decirles a los hombres que sí, pero todavía no, y a lo mejor no de todas formas. Según.

Mi intención no es sin embargo hablar de faldas cortas y caídas de ojos (táctica no tan carroza como se pudiera creer) sino de nuestra incapacidad para decir que "no".

Decirlo directamente: "¿Una copa?". "No". "Tu casa o la mía". "No". "¿Te vienes conmigo en Semana Santa a Nueva York? Cinco días, 89.000". "No". Caray, no es tan difícil. Para hacerlo más fácil se ha inventado incluso el gracias: "No, gracias". Así sonaría bien, parecería incluso que lo que declinan es un favor y no una noche de aburrimiento. Pero no: pocos se atreven a enfrentarse al vértigo del no. Demasiado comprometido. "Tu casa o la mía", pregunta en castellano sin embargo comprensible el joven que se ha comido no ya el anzuelo sino el hilo, la caña y parte de la delicada mano olorosa a pasión. "Tu casa o la mía". Respuesta: "Me encanta París en noviembre, amarillo bajo la lluvia".

Y sin embargo la nuestra no es timidez, no se equivoquen. En esta metrópoli de bolsillo que no hace tanto pretendía administrar, un vasto (pero deshilvanado) imperio, la incapacidad de decir que no es un perverso síntoma de adicción al poder. Puro vicio. El jefe de negociado que aplaza su decisión sobre un permiso que le han pedido, la bella que posterga hasta el viernes si acepta o no una invitación a salir, el jefezuelo que juega a estar demasiado ocupado para ponerse al teléfono, el galerista que promete al pintor darle la oportunidad de quedarse con el 50% de sus ventas en el primer tercio del siglo XXI, el ayuntamiento que ni otorga ni niega un permiso para una lavandería, el padre que condiciona a vagas notas buenas la autorización para un primer viaje en solitario... todos ellos usan y abusan de su poder. El despótico poder, semi metafísico, de alargar la espera.

Sin la ayuda de psicólogo ni psicotrópico alguno, a puro pecho descubierto, he rebuscado en mi memoria qué es lo que tanto me mortificaba de un jefe que tuve cuando, hace ya algún tiempo, estuve condenado al destierro en quien los galeotes en una galera. Y es que ese capataz, a nuestra desesperación llamábamos El Babas, y también El Bisagra por su talento natural para la reverencia y el besazapatos, era incapaz de sacar el látigo. Eso nos sacaba de quicio. Blando y repeinado, daba a todos los buenos días como si estuviese llegando a una oficina enmoquetada, se sentaba en su taburete a leer en el periódico resultados de fútbol que ya se sabía de memoria, y nos daba permiso para fumar. Temblábamos.

No pasaba mucho tiempo antes de que el malhumor del cónsul, jefe de la flota, nos eligiera entre las escasas posibilidades del monótono horizonte. El Babas siempre se las arreglaba para delegar la responsabilidad de que nuestro barco avanzara menos. Entonces nos caían, no los latigazos prescritos por nuestra condena, sino auténticas tragedias con látigos de siete nudos que nos hacían maldecir a los amables que en la bondad escondían su cobardía. Lo peor eran las risas que nos llegaban del resto de la flota imperial.

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