¿Hay caníbales en la isla jurídica?
En las encuestas relativas al aprecio de los españoles por sus instituciones, la justicia suele ocupar los últimos lugares. El origen de ese sentimiento general es muy sencillo. El que más o el que menos ha tenido que recurrir a ella y ha visto que no funciona.Pero en realidad lo que no funciona es el sistema jurídico en su conjunto. Ya tuve ocasión de escribir sobre la expansión metastásica de las normas, que por vía de sobrerregulación da lugar, como resultado, al incumplimiento. Veamos ahora unos pocos ejemplos de disfuncionalidad en las áreas de aplicación.
En el campo civil, las leyes procesales tienen más de un siglo. El procedimiento es escrito hasta extremos de escrituridad que no se dan ya hace mucho en otro ámbito de la Administración, ni, desde luego, en la empresa. La vida de los hechos judiciales fluye a través de papeles, es decir, se embalsa y embalsama en ellos. Cada expresión de voluntad, aun el más inútil trámite, ha de aparecer escrita o no existe.
Pero en toda esa alquimia de conversión en grueso manojo de papeles de un iter vivo de razones y demostraciones, hasta quedar convertidas en producto congelado (o mejor, dado lo añejo de las técnicas, en salazón), falta alguien. El juez, las más de las veces no está presente en las actuaciones probatorias, y en ocasiones no se entera del problema hasta que el secretario pone sobre su mesa un kilo o dos de papiro y empieza el plazo de dictar sentencia. Entonces el juez ha de hacer una alquimia inversa. Ahora tiene, por un proceso de descongelación, que dar otra vez vida a lo sucedido en el proceso e imaginar la realidad por el papiro.
Todo eso lleva muchos meses. La labor de empapelado es ardua, y consume horas y horas de probos funcionarios/as. La de deshielo depende de la agilidad mental y las ganas del juez, pero a veces se prolonga largo tiempo. Todo profesional sabe que un proceso normal, que sumando plazos de la ley podría hacerse en cuatro meses, se prolonga como media un año. Si hay apelación, otro año más. Si llega al Supremo, en tomo a medio lustro. En los tres, niveles, un lustro entero. El pago de tantas horas de trabajo inútil corre a cargo, a mitades, de contribuyente y consumidor.
Mientras tanto la realidad de la vida, que, como es natural, no puede esperar tanto, ha ido generalmente por su lado, al margen de la Juisticia como aparato, y del derecho como orden.
Ahora pensemos en un procedimiento más complejo. Por ejemplo, el concursal. Las empresas pasan a veces malos momentos y tienen que suspender pagos. En ocasiones quiebran. Las más de las veces, éstos serían episodios superables, poniendo de acuerdo a los interesados, pues lo peor para todos es que se llegue al cierre. No hace falta subrayar la importancia que para la economía tiene que exista un proceso que funcione.
Los profesionales saben que, dada la maraña legal y la inhabilidad del camino procesal, una empresa en crisis ordinaria de pagos resolverá el problema al margen del juzgado, corriendo en ocasiones el riesgo de transgredir la ley. Sólo si está al borde de la muerte acudirá al juzgado, y muchas veces usando subterfugios para salvar lo que pueda de la quema. Y menos mal que una de las leyes que rigen este campo es más moderna (de 1922).
Cambiemos otra vez de terreno. Hablemos ahora de él, del terreno. De las situaciones jurídicas que tienen como referencia el territorio y los derechos sobre él. Como es fácil de entender, el suelo, sobre todo el urbano, precisa, para ponerse en su valor, que exista un mercado. Ese mercado requiere, a su vez, una buena información sobre su materia prima. Más o menos como una manzana, o una berza, en el mercado por antonomasia: un cartel con el precio, posibilidades de observarlas, tocarlas y pesarlas.
En el mercado inmobiliario eso no existe. La información sobre un terreno está dispersa. En los librotes del Registro de la Propiedad figuran los dueños formales y las cargas. La descripción de bienes rara vez tiene que ver con su realidad actual. La fotografía aérea, y la planimetría, que procesadas en ordenador ofrecerían expresión fiel, son materias arcanas, cosas de un futuro que nunca llegará. La geometría no cuenta, sólo la sintaxis, y, hasta hace poco, la caligrafía.
Otro, registro es el fiscal. Como la recaudadora es, en todo Estado moderno, la Administración más diligente, allí sí figuran los terrenos con forma y superficie. También con su valor a juicio de la Hacienda pública. Pero la publicidad de estos registros es menos nítida. Y en todo caso, tomando del de la Propiedad y del de Hacienda atributos parciales de la cosa (definición literaria, gráfica, de superficie, de valor), no llegaría nadie a conclusión certera.
Ahora bien, lo que valga un terreno no lo da lo que la Hacienda diga, sino lo que con él pueda hacerse, esto es, sus posibles urbanísticos. Eso es ya municipal, son otras oficinas, funcionarios, prácticas. En general, el planteamiento urbanístico tiene más por definir que definido. Por otra parte, el plan hay que cambiarlo cada día para adecuarlo a una supuesta realidad fluyente. Las fichas urbanísticas de las fincas dependen siempre de algún desarrollo del plan. Lo que vaya a ocurrir no lo sabe nadie, o sólo alguno, que logrará el negocio. No entro ya en la ascensión del territorio físico a derecho ideal, que nos da un aprovechamiento teórico, negociable en un mercado celestial e inexistente. Al final, el que tiene un terreno, si no es muy avisado, no sabe lo que tiene. Menos lo sabe el mercado. Pero alguien lo sabrá.
¿Cómo es posible que todo esto ocurra? ¿No cabría acaso unificar procesos civiles en un tipo de juicio breve, en buena parte oral, directo, donde la gente, además, viera por sí misma a la justicia hacerse? ¿Qué impide que exista un proceso ágil y efectivo para evitar que el concurso de acreedores quede reservado a empresas enfermas terminales? ¿No cabría tecnificar y unificar registros sobre el territorio, definiendo al máximo cada finca, haciendo la información bien accesible y sirviendo desde un centro común al tabulador, al recaudador y al ordenador del territorio? Y, en fin, ¿no hay en España acreditados y excelsos juristas de los que surja alguna voz denunciando lo que ocurre y proponiendo una ambiciosa y radical teoría de la reforma?
El problema es que esas soluciones no interesan. Sólo serían buenas para el consumidor jurídico, para el ciudadano. Pero, ¿en qué puede beneficiar el desbroce de la selva jurídica a los habitantes de despachos universitarios que viven y hacen sus curricula de idear sobre abstrusas escolásticas? ¿Habría trabajo, o las ganancias de hoy, para tantos abogados, procuradores y funcionanos si se agilizan los procesos? ¿Beneficiaría un aligeramiento del derecho y la justicia al negocio editorial? ¿Cómo alimentarían los grandes del derecho concursal su espacioso estómago si el proceso fuera sencillo y de común sentido? ¿Cabe pensar siquiera en tocar el fuero escrutinario de notarios, registradores o corredores de comercio? ¿Qué sería del poder municipal si el ciudadano supiera lo que puede hacer en su terreno, y por tanto, lo que vale? ¿Qué de los tratantes de este mercado? Y, en fin, ¿no se nutren de juristas, hechos de esas hechuras, los colectivos que de verdad legislan en las Cámaras? Aquí puede reinar por los siglos de los siglos la pax jurídica, nunca mejor dicho.
El consumidor jurídico no se ha enterado todavía de tal entramado y tales tramas. No es fácil que lo logre. El derecho es territorio bien guardado, heredero por parte de madre de los antiguos cánones, protegido por ritos, solemnidades, togas y miedos. Mientras la sociedad avanza, y otros servicios públicos toman el ritmo de los tiempos, el derecho se va convirtiendo en una isla ucrónica, habitada por extraños pobladores, que hablan una antigua jerga, practican un culto hermético y son hostiles a los intrusos que llegan en sus barcas, con los que pueden llegar a practicar canibalismo.
Pedro de Silva es abogado y escritor.
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