Teodicea electoral
La economía verbal propia de las informaciones periodísticas alienta la inveterada costumbre de presentar los resultados electorales no como una expresión del pluralismo político, sino como una decisión monolítica adoptada por la sociedad en su conjunto. Ese hábito simplificador se extiende a la conversión de los sufragios en escaños parlamentarios y alianzas de gobierno; fórmulas tales como el electorado o el pueblo español ha votado por la moderación, deniega la mayoría absoluta y ordena gobiernos de coalición poseen además connotaciones valiosas y laudatorias. Las inercias del lenguaje han fabricado, así, una voluntad general roussoniana que pronuncia siempre veredictos justos: los millones de ciudadanos que emitieron en secreto su voto individual el 3-M quedan transformados en componentes celulares de un organismo superior dotado de la capacidad antropomórfica de percibir, sopesar, reflexionar, desear y decidir. Según ese punto de vista, el deificado cuerpo electoral no sólo distribuyó sagazmente hace 10 días el voto popular entre los diferentes partidos, sino que además impartió instrucciones a sus dirigentes para evitar la convocatoria de nuevos comicios y para facilitar la investidura de Aznar como presidente del Gobierno.Llevada la metáfora hasta sus últimas consecuencias, el electorado tendría los atributos de omnisapiencia y omnipotencia propios de Dios; aunque los votantes tomados uno por uno incurran en la ingenuidad de creerse libres cuando depositan su papeleta en las urnas, en realidad la Providencia -en forma de astucia de la razón hegeliana- escribe derecho con los renglones torcidos de los ciudadanos y entrega a la Junta Electoral Central el escrutinio más conveniente para el interés general. Esa lectura del 3-M como obra del destino llevaría a la conclusión de que la derrota por la mínima del PSOE, la victoria raspada del PP y el batacazo andaluz de IU no fueron la consecuencia de sumar millones de decisiones individuales, sino un veredicto dictado por la voluntad general.
Los resultados obtenidos por los socialistas podrían respaldar esa visión providencialista de las elecciones: la voz de las urnas habló el 3-M como si obedeciese a las instrucciones de un agente sobrenatural encargado de proteger al PSOE. Emulando al yóquey que viste los segundos colores de una cuadra y aspira tan sólo a llegar a cortar la cabeza del vencedor, Felipe González apostó a favor de una derrota por la mínima y quedó a unos 300.000 votos de Aznar: más vale no pensar en lo que habría podido ocurrir si la carrera durase unos metros más y el caballo colocado, galopando por fuera en la recta final, hubiese cruzado la meta el primero. En cambio, el omnipotente y omnisapiente electorado se comportó el 3-M con el PP como un cruel padrastro dickensiano, frustrando sus expectativas de obtener la mayoría que le permitiese gobernar en solitario.
Las reflexiones de Leibniz sobre la enigmática presencia del sufrimiento y la injusticia en un mundo creado por el Ser Supremo, expresadas en sus Ensayos de teodicea sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, podrían ayudar a consolar a los populares del mal trato recibido en las urnas. Es indiscutible que los resultados de las elecciones generales rezuman malevolencia hacia el PP: no sólo le han otorgado una enteca mayoría de 156 diputados en el Congreso (la menor en las siete convocatorias celebradas desde 1977), sino que le obligan además a buscar el respaldo de los nacionalistas catalanes, vituperados e injuriados durante la anterior legislatura por los portavoces populares y por su vociferante séquito madrileño de diarios, revistas y radios. Sólo la aplicación de la teodicea a las urnas puede explicar que el divinizado cuerpo electoral se haya permitido un ejercicio de sadismo tal como ordenar al PP que alcance acuerdos con CiU, a los nacionalistas catalanes que apoyen la investidura de Aznar y a los socialistas que se abstengan en caso de necesidad.
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