La voz de la sangre,
Folletín reiterado, recurso infalible, calambrazo a la sensibilidad: es el reality show, antiguamente llamado suceso. Ignoro si tiene correspondencia en, otras televisiones, o si -como la prensa del corazón,el toreó con picadores y el Opus Dei- es producto genuinamente español.Tiene su público, y debe respetarse lo, que agrada a la mayoría, que para eso estamos en una democracia.
. Se ha abierto la veda del familiar desaparecido hace medio siglo y el morboso interés por demostrar que, el allegado no ha fallecido de muerte natural, como si eso fuera vergonzoso.
Priva la estoica conformidad de que los duelos, con indemnización, son más llevaderos. Esto tiene, al parecer, origen yanqui, divulgada la astucia de leguleyos desaprensivos al ojeo de situaciones aflictivas donde confirmar el apetito del bollo, con el muerto en el hoyo. Los hospitales suelen ser el coto preferido de esta ralea de cazarrecompensas.
La manía de recuperar a alguien, que quizá se alejó voluntariamente y con quien se ha difuminado la relación, reducida a vagos y dudosos recuerdos que no dan ni para veinte minutos de plática, es la moda de las últimas estaciones.
Este generoso sentimiento en busca del pariente extraviado rara vez sobrepasa el espacio que le concede un programa., El rarísimo y acaudalado tío de América se extinguió hace mucho tiempo y difícilmente acudiría a una representación urbi et orbe.
Reconozcamos el mérito intrínseco de buscar, y encontrar, agujas en los más inverosímiles pajares, para dar en la cuestionable intimidad de un plató, donde no hay menos de 25 o 30 personas, con personajes, gozosos o dolorosos, previamente maquillados, atenidos a un guión y con difusión en diferido. Si ello engrosa la audiencia, que san Pedro lo bendiga.
Ha despertado en mí rancio . recuerdo, de los años al frente del popular semanario El Caso. Dado que teníamos racionados, por la censura, los sucesos llamados "de sangre", promovíamos secciones de previsible demanda.
Entre ellas, el contacto entre personas desaparecidas o descolocadas por la guerra civil, de la que sólo nos separaban 13 o 14 años. Recurrrió una mujer cuyo único hijo había sido evacuado de aquel villorrio manchego ante el avance de las tropas de Yagüe.
Poco después recibíamos una respuesta, en la que coincidían los pormenores, procedente de otro pueblecito muy cercano. Apenas veinte kilómetros de distancia y quince años de diferencia. Emocionante ocasión para la que dispusimos el ceremonial que merecía.
Luminoso amanecer en la llanura toledana, anticipo de la jornada canicular. El hijo perdido y hallado era un mocetón nervioso que daba vueltas a la boina entre las manos. Llegó con los mensajeros, la madre, toda de negro vestida, viuda de todas las alegrías, con el corazón impaciente, medio roto por la felicidad.
Alguien pronunció la beata frase: "Señora, he ahí a su hijo". Partió como una desalada saeta, perdiendo el pañuelo que cubría los cabellos gris antiguo. Estrechó entre sus brazos con sobrehumana fuerza, colmo de besos y regó de lágrimas la cara del fotógrafo que debería captar la emocionante reunión. Costó algún trabajo separarla del errado objetivo.
En aquellos tiempos, la genética era patrimonio de muy pocos repartida entre el arte de la genealogía y los avances histológicos. La filiación se calculaba por el parecido con los progenitores y el "aire de familia". Duro golpe para nuestras creencias en la voz de la sangre durante aquella actuación "en vivo y en directo".
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