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Reportaje:

Polvo de reyes

No hay en Madrid plaza con más abolengo que esta de las Descalzas Reales, que los automovilistas que frecuentan el cogollo de la urbe conocen mayormente por su veterano aparcamiento subterráneo, tan indiscreto como práctico para ir de compras al centro, o a los cines de la Gran Vía. La humilde fachada del convento, edificado en 1559 para retiro de emperatrices, princesas y nobles doncellas condenadas a la soltería como excedentes de cupo, vela sus glorias y sus misterios, sus gozos y sus sombras, su huerta recoleta y milagrosa, emparedada y sitiada a pocos metros de la Gran Vía, y un inconmesurable tesoro artístico e histórico. Un conjunto menos atrayente para los pragmáticos ciudadanos de la urbe que el muestrario que exhiben Ios escaparates de unos grandes almacenes cercanos. Sobriamente iluminado, el frontispicio del convento palidece al lado del inmueble colindante, una casa burguesa, cercana al siglo,"cuya recargada ornamentación exterior subrayan hábiles focos . que sirven de reclamo a una veterana librería y editorial.Frente a las Delcalzas, al otro lado de la infame espiral que sirve de salida al aparcamiento subterráneo, un audacísimo y brutal collage arquitectónico, una de las más bellas portadas barrocas del imprescindible Pedro de. Ribera encastrada en la implacable y fría cuadrícula de un edificio de la Caja de Ahorros. Flanqueada por sendas estatuas del marqués de Pontejos y del padre Francisco Piquer, munificentes mentores de la previsión y la economía populares, la emotiva y arrebatada imaginería de Ribera vive en cautividad, condenada a pagar por sus excesos imaginativos, vigilada de cerca por los negros y austeros próceres de guardia. Para subrayar aún más el severo semblante del entorno están los cipreses, centinelas altivos que desprecian las mundanales bajezas que se prodigan a sus plantas. Los bancos, amplios catafalcos de granito sin respaldo, gozan del aprecio de muchas espaldas vagabundas de las noches cálidas, cuando el frío contacto de la piedra compensa la dureza del colchón. Pero en esta noche invernal y lluviosa, la sombra protectora del pórtico proporciona mejor acomodo al único durmiente que ha conseguido conciliar el sueño junto al pedestal. del filantrópico Dadre Piquer, que aportó el primer real de plata en las arcas del Monte de Piedad, una institución, que según las inspiradas palabras de su fundador había de servir para sufragio de las ánimas y socorro de los vivos".

La Plaza de las Descalzas tiene su continuación en. la de San Martín, según advierte la rotulación, pues a la vista ambas parecen una misma plaza. En la de San Martín el edificio principal es la Casa de las Alhajas, o Casa del Monte, levantada en 1870, con una innovadora estructura de hierro en previsión de incendios, por los arquitectos Arbós y Tremanti, y Aguilar, una curiosa construcción con influencias renacentistas y venecianas, contenidas por el rigor imprescindible que demanda una institución tan venerable y proba. La sala donde antaño se exponían las alhajas a subasta, restos del naufragio de rancias fortunas familiares, echadas al monte y agotadas en el empeño, sirve hoy como sala de exposiciones de arte desprovistas de todo dramatismo.

Las escaleras de acceso al aparcamiento emborronan aún más el paisaje urbano al servir sus marquesinas como soportes para una publicidad agresiva. Pero si el paseante, no se da por vencido ante tanta agresión y decide completar la ronda de la plaza descubrirá en su rincón más oscuro los sobrios escaparates de la Librería del Bibliófilo y asomándose a ellos accederá a una inefable visión del paraíso de los amantes de los libros, un santuario enteramente tapizado por viejos volúmenes que se adaptan con rigurosa armonía a los arcos y molduras y se engastan en el mostrador, altar mayor del culto libresco.

Un poco más abajo, sobre la misma acera, el reclamo de Fado, un clásico de la cocina portuguesa que sobrevive en una plaza que guarda sus reminiscencias portuguesas tras las celosías del convento de las Descalzas, fundado por doña Juana de Austria, hija de Carlos V, viuda del príncipe don Juan de Portugal y madre del infortunado rey don, Sebastián, muerto heroica y prematuramente en la batalla de Alcazarquivir luchando contra el infiel.

El convento de las Descalzas, cuyas abadesas ostentaron el título de Grandes de España, fue un cenobio de lujo y privilegio, aposentamiento predilecto de infantas desengañadas, princesas contemplativas y nobles damas de la Corte de los Austrias. En virtud del especialísimo rango que le otorgaron sus reales protectores y proveedores de novicias, más de una vez se rompió en el convento la clausura monacal, si bien algunas de las más sonadas excepciones se produjeron motivadas por altísimos fines. Sirva como ejemplo el sarao, con teatro y baile, organizado en 1602 dentro de sus muros por la emperatriz María de Alemania, residente en este convento fundado por su hermana Juana y en el que había profesado su hija la infanta doña Margarita. La fiesta profana de la emperatriz, en la que lució sus habilidades para la danza. Su flamante majestad don Felipe III tenía como objeto hacer cambiar de opinión al monarca que había tenido la ocurrencia de llevarse la capital a Valladolid. Tres días y tres noches duraron las celebraciones y, durante ellos, cuenta el cronista Répide, la villa encendió luminarias en sus calles para acompañar en sus peticiones a la emperatriz, abanderada del partido madrileñista.

Hoy, esta plaza en la que antaño se proclamaron públicamente, con tablado y dosel, los reyes y se presentaron los príncipes de Asturias, es lugar de tránsito, todo lo más un breve alto en el camino de los ajetreados viandantes que se pierden entre Sol y Callao.

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