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"Amor mío, no hay palabras.."

Está en la confluencia de las calles de Pamplona y Francos Rodríguez, donde debió existir una terraza al aire libre, un merendero estival cuya vigencia no recuerdo. Subsiste la parra, y bajo ella, yerbajos de poca monta, tablas de lo que algún día fueran mesas y bancos corridos, vestigios todos de alegres y antañonas francachelas' Aquellla gente, anterior a la yanquización de España, seguiría llevándose de casa su buena tortilla de patatas, sus merlucitas rebozadas y sus filetes empanados, ¡p'a chasco!, amén de las ensaladas de rigor, quizá lechugas de la huerta de Obispo, y el frasquito con el aliño. Pediría, para regar estos manjares, valdepeñas peleón, gaseosa La Casera-o,antes, de bolitas, cerveza Mahou. Vapores, sofocos, amores. Y, sin duda, hay en Madrid, y por doquier, lugares, más bucólicos que éste, pero no nos consta que ninguno de,, ellos superara la calidad Í la fuerza o la pasión de los sentimientos aquí surgidos. Pues bien, como momento de aquellos tiempos idos todavía podemos contemplar hoy, al fondo de la antigua terraza, sobre un viejo y maltratado muro de ladrillo, escrita, al parecer, con pintura blanca y brocha gorda, la inscripción: "Amor mío, no hay palabras". Bueno, pues esta sencilla frase anónima paréceme a mí profunda y sentida declaración. amorosa, quizá la más bella que a mi mente viene. Y es que, en lugares públicos y notorios, o inéditos, las, calles de Madrid nos hablan siempre, nos recuerdan que no todo está perdido, que la capital de España no es sólo una macrópolis de acero, hormigón y asfalto, que tiene sucorazoncito. Claro está. que no todo es igual de positivo. En la plaza de Juan Pújol -¿primo del honorable? - es quina a la calle Tesoro, otro viejo muro Curtido en mil batallas soporta una inscripción que tilda de puta "a la madre de los que se meen aquí". Pobre señora, ¿qué culpa tendrá ella de que el hijo de sus entrañas le haya salido meón?Patearse esta ciudad con el ánima predispuesta constituye un yoga psiquico al alcance de cualquier fortuna. Y conste que hablo de rincones inéditos, cosas o situaciones pequeñas hechos banales que seguramente a la gran mayoría le parecerán tontunas. ¡Dios, cómo estaba la Dehesa de la Villa el día de la nevada! De pronto era Suecia, o vaya usted a saber. El espectáculo duró poco más de una hora, pero valía la pena plantarse todo este tiempo en el paseo del Mirador, tan inmóvil como la mujer de Lot después de la maldición, contemplando la inédita belleza en torno. ¡Y en aquel Mirador, el único mirón era yo! Hay cosas más pertinentes, igual de insignificantes, pero que a mí, ¿que quieren que haga?, me molan. Como, por ejemplo, la circunstancia de que en el Paseo de la Dirección sigan existiendo, floreciendo y fructificando hermosas matas de chumberas. ¡En Madrid y con este clima! Y es que nos cargamos a los traperos madrileños, tan barojianos, tan, galdósianos, pero no pudimos con las churaberas.

En los sitios públicos y notorios, este tipo de ojeo resulta más facilón, y no sólo nos fascinan las cosas, sino las gentes. En la Puerta del Sol, sin ir más lejos, hay sesión continua, y ponen por lo menos cuatro películas, como en el cine Chueca de mi niñez. Hace poco, en tina sola mañana de domingo, bajo el sol blanquecino e invernal, sol de uñas, contemplé lo siguiente: dos hombres vestidos de peregrinos, con los ojos preñados de luz y determinación y los hábitos denegridos, cruzaban la plaza en dirección a la calle de la Montera. Enarbolaban dos altos pendones con la Virgen y el Corazón de Jesús y parecían arrancados directamente del Medievo. Arrimadas al cierre de El Corte Inglés -¡todo es ya El Corte Inglés!- dos lesbianas se besuqueaban y magreaban, mientras dos ávidos fotógrafos recogían el happening. Una pareja andina y madura, procedente de Arenal, iba hablando de sus cosas, seria como los mismísimos Andes. La señora soplaba sin parar por la boquilla correspondiente, y sobre su cabeza sexagenaria se ponía tiesos los consabios matasuegras...

Madrid: "Amor mío, no hay palabras".

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