Nuestra democracia europea
Estas vísperas ya calientes de la campaña electoral que se nos viene encima son buen momento para una reflexión crítica sobre la democracia que tenemos, en la que las elecciones son la única vía de participación del pueblo soberano en el ejercicio del poder y por eso fundamento principal, Si no único, de su legitimidad.Esa reflexión puede hacerse mediante el contraste de lo real con una idea pura de democracia, o más modestamente, con la idea, ya reducida en su alcance, de la democracia posible, la que de verdad se pretende o se dice realizar. Por el primer camino se puede ir muy lejos, hasta cualquier reino de utopía en el que el pueblo sería no el titular teórico del poder, sino su agente real; hasta la fusión perfecta de gobernantes y gobernados. Por el segundo sólo cabe denunciar la distancia que existe entre la moderada idea de democracia de la que se parte (la que se plasma, por ejemplo, en la Constitución; la nuestra o cualquier otra) y su práctica real, entre un proyecto concreto y su realización. Es el único que aquí quisiera transitar y desde luego el único que creo poder recorrer aunque sea a trompicones; para el otro me falta ciencia y me sobran dudas.
El primer defecto de nuestra democracia que en esta precampaña se evidencia es el que viene de la sustitución del debate de ideas por la lucha de personas. Ninguna democracia real se ve libre de esta lucha y en todas el debate sobre las ideas (o los programas) es a veces su simple cobertura, pero en pocas se guardan las formas tan poco como en España. Entre nosotros la contienda política se transforma con frecuencia, y desde luego se ha transformado en esta ocasión, en una barahúnda de insultos y acusaciones, de desplantes jaquetones y amenazas apenas veladas, que hacen temer que para no pocos de nuestros compatriotas la política no sea sino una continuación de la guerra civil con otros medios, un choque en el que cada uno de los contendientes busca la exterminación del adversario. No podría decir qué extensión tiene este mal, cuál es el número de energúmenos que padece nuestra sociedad; desgraciadamente no debe de ser pequeño, a juzgar por el uso y abuso que del energumenismo se hace en algunos medios de comunicación, que seguramente renunciarían a él, aunque sus directores o redactores hubieran de violentar sus propios sentimientos, si su práctica les hiciese perder lectores u oyentes. En todo caso el energumenismo no es un defecto específico de los políticos, aunque algunos adolezcan de él, sino una lacra social que aún no se ha conseguido extirpar. La feroz reacción de una parte de nuestra sociedad civil (o al menos de algunos medios de comunicación que dicen expresar los sentimientos de esta famosa y elusiva entidad) frente al prudente propósito de Aznar de "pasar página" en el triste asunto de los GAL es buena prueba de ello.
Pero ese mal, esa lacra del energumenismo que desde hace mucho se lamenta, tanto desde la derecha como desde la izquierda, nos viene del pasado y probablemente tiene cura. Puede eliminarse o al menos atenuarse con la educación y la práctica de la libertad y encontrar un antídoto eficaz en nuestra apertura a Europa. Es un defecto grave de nuestra democracia, pero tal vez no el más grave ni el peor.
Más preocupantes son otros males recientes de la democracia, inherentes a la Comunidad Europea o vinculados en cierto sentido con ella y que no son por tanto defectos específicos de la nuestra, aunque se presenten a veces en ella con una virulencia o una brutalidad especiales. Son manifestaciones de una crisis profunda que afecta, en mayor o menor medida, a todos los Estados de la Comunidad y de la que sólo unidos podemos salir. El intento de salvar la democracia nacional distanciándose de la Comunidad, rompiendo la baraja, está condenado al fracaso y puede traer males aún mayores. La Comunidad se hizo para salvarnos del nacionalismo que por dos veces en nuestro siglo llevó Europa a la guerra, pero también, a la vez, para preservar en lo posible el Estado nacional, superando mediante la acción común sus debilidades políticas y económicas. En una Europa que vive desde 1945 bajo el protectorado militar de los Estados, Unidos, no parece probable que la ruptura de la Comunidad nos lanzase de nuevo a la guerra, pero sí es seguro que menguaría mucho la capacidad de acción internacional de que hoy disfrutan sus miembros gracias a la unión.
Los síntomas que ya en la precampaña denuncian la existencia de estos males son muchos, pero para muestra bastará con dos ejemplos significativos.
Uno es el del famoso Pacto de Toledo, el compromiso de no hacer objeto de debate electoral la (al parecer, inevitable) reforma de las pensiones, para que el ruido de la discusión no estorbe la búsqueda y adopción de la solución más adecuada. Que con ese método se consiga lo que se pretende es cosa que está por ver, pero sin duda la intención es buena. Tampoco puede haberla, sin embargo, sobre la prosapia de ese modo de razonar. El intento de procurar el bien del pueblo sin contar con él ha sido desde siempre la justificación de los enemigos de la democracia, desde el despotismo de otros tiempos hasta las dictaduras del nuestro. Se dirá que ni la crisis del sistema de pensiones tiene su origen en la Comunidad, ni ha sido ésta la que ha impuesto el método para resolverla, y así es. Hay, sin embargo, un notable paralelismo entre ese método y la muy deliberada política de no llevar a la opinión pública los problemas de la construcción de Europa que durante décadas se ha practicado en el seno de la Comunidad y que sólo con la crisis de Maastricht se ha resquebrajado. La tensión entre eficacia y legitimidad, inherente a la democracia, requiere la búsqueda de equilibrios; es peligroso resolverla mediante el sacrificio de la eficacia y mortal de necesidad intentarlo con el olvido de la legitimidad. No es imposible la existencia de sistemas más efi
Pasa a la página siguiente
Nuestra democracia europea
Viene de la página anterior
caces que los democráticos, y en determinadas circunstancias es incluso probable; la democracia es, por el contrario, insustituible como fundamento de la legitimidad del poder. El famoso déficit democrático de la Comunidad puede contagiar a los Estados miembros y abrir el camino a los enemigos de la democracia.
El otro gran síntoma al que antes me refería se sitúa, por así decir, en las antípodas del anterior. No consiste en el intento de no hacer objeto de discusión pública un problema que debería serio, sino por el contrario, en debatir como problema nacional, y por ende susceptible de soluciones nacionales, un problema que es real, pero que no está ya al alcance, de los Estados nacionales. Es el caso del empleo. Es verdad que, según la doctrina oficial de la Comunidad, "incumbe principalmente a los Estados miembros el bienestar económico y social de los ciudadanos", como se dice en el informe del grupo de reflexión, pero en lo que toca al empleo, esa doctrina tiene más de ideología normativa que de descripción de la realidad. Los Estados no disponen ya de la política arancelaria ni de la monetaria, y además de la fiscal o la industrial, es decir, de casi ninguno de los instrumentos que en el pasado se utilizaron para la creación de empleo. Como se dice en el mismo informe, ésta sólo puede venir del crecimiento económico y de la competitividad, es decir, del libre juego de las leyes del mercado. Algo pueden hacer todavía los Estados a su favor, pero, tan poco que apenas vale la pena hablar de ello. Colocar este problema en el centro de los programas es, me temo, puro embeleco. Crear ilusiones cuya frustración puede destruir la fe de los ciudadanos en la democracia. De nuevo, abrir la puerta a sus enemigos.
Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.