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Tribuna
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Electores, no jurados

Entre las cosas peregrinas que hemos tenido que leer o escuchar en las últimas semanas ocupa un lugar de privilegio la pretensión de varios dirigentes socialistas de acotar la política como territorio autónomo sobre el que los políticos disfrutarían de un derecho reservado de admisión: la política para quien la trabaja, sería la consigna. Así, con motivo de las iniciativas de solidaridad hacia José Barrionuevo, se afirmó que el Congreso de los Diputados, como sede de la soberanía popular, era el único órgano competente para decidir sobre la presunta culpabilidad del ex ministro y que los jueces andaban algo menguados de legitimidad para intervenir en un asunto político y, por tanto, de la exclusiva competencia de los políticos. Se dijo algo más, y más grave; se dijo que la petición de suplicatorio por parte del Supremo era una injerencia política que formaba parte de una campaña de acoso al partido socialista.Cabía la esperanza de que esta doctrina, tan aberrante como la de los jueces que reivindican la función política de mantener una permanente confrontación con el Gobierno, fuera producto de una especie de trastorno mental transitorio de los amigos de José Barrionuevo. Pero el masivo voto de los socialistas contra la solicitud del suplicatorio y las airadas reacciones ante el procesamiento del diputado suscitan una profunda inquietud respecto a lo que estos políticos creen que es un procedimiento penal, un juez instructor del Tribunal Supremo y una Sala del mismo Tribunal. Si con su negativa y su protesta lo que han querido decir es que el Supremo no es quién para entender de delitos "políticos", y que los diputados son los únicos competentes para decidir cuándo se debe investigar o no a uno de ellos, entonces estaríamos ante una quiebra de nuestros valores democráticos.

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Quiebra de valores que habría provocado un irreparable deterioro en la calidad de la democracia si el partido socialista hubiera contado con mayoría en la Cámara. No es una cuestión hipotética: algunos socialistas muy significados han dado a entender que el principio de la mayoría prima sobre el de legalidad y que, por ser elegido, un diputado es más que un juez, incluso para determinar si uno de los suyos ha quebrantado o no la ley. No hay más que imaginar la catástrofe que se habría producido en la normal relación entre poderes del Estado, autónomos e independientes pero sometidos todos a la ley, si el Congreso hubiera denegado el suplicatorio porque el diputado en cuestión hubiera contado con una mayoría decidida a evitar su comparecencia ante un juez que en el ejercicio, no de una prerrogativa sino de un deber, le llama a declarar.

Y como entonces no pudieron salirse con la suya, los socialistas han decidido trasladar a los electores su forcejeo con el poder judicial. La inclusión de Barrionuevo en las listas de candidatos no es desgraciada sólo por lo que tiene de provocación o por lo que deja traslucir de chantaje; tampoco porque plante la cuestión de los GAL en el centro del debate y sitúe a los ciudadanos ante un gravísimo dilema moral. Lo es, desde luego, por todo eso, pero lo es aún más porque debajo de ella alienta el principio de que en democracia la única fuente de legitimidad es el voto. Al incluir a Barrionuevo en la lista como alarde de autonomía e independencia política frente a supuestas intromisiones judiciales, los socialistas madrileños convocan a sus electores para que se constituyan en una especie de jurado paralelo, por ver si la mayoría absuelve con su papeleta a un procesado que quedaría libre de sospecha tras el veredicto popular. El problema para ellos es que con semejante pretensión han despejado las dudas que, a pesar de todo lo visto y oído, pudieran todavía abrigar algunos de sus antiguos votantes: si lo que se nos pide es que con un acto político nos pronunciemos sobre una presunta culpabilidad penal la respuesta es no; no aspiramos a ser jurados, somos nada más que electores.

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