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Nuestras fosas

El escritor austríaco Peter Handke se ha indignado con la prensa internacional. Salió de uno de sus largos e idílicos encierros de alma sensible y literato intimista, hay que suponer que de ese retiro delicioso suyo de SaIzburgo, para viajar por Serbia. Ha llegado a la conclusión -firme, ¡vive Dios!- de que gente tan simpática y hospitalaria como la que le ha agasajado jamás pudo dedicarse a enterrar en fosas comunes a miles o decenas de miles de civiles musulmanes. Ya iba algo avisado Handke. Porque sabía ya antes de iniciar este esclarecedor viaje que los bosnios en Sarajevo, Tuzla y Gorazde se han estado bombardeando a sí mismos para llamar la atención del mundo. Han matado a sus propios familiares para simular ataques del enemigo. Ansias de notoriedad de algunos islamistas y ganas de dañar al buen nombre de patriotas y defensores de la convivencia como MIadic y Karadzic llevaron a esa mala gente al suicidio colectiva. Para molestar. Handke brindó con buen Rakija añejo y vio claro el problema. Calumnian a sus amigos.Si todo esto no fuera una terrrible tragedia humanitaria, si no hubiera tantísimos muertos auténticos, si no, estuvieran surgiendo las fosas comunes con cadáveres que, todo hace suponer, no se ejecutaron y enterraron a sí mismos, los esfuerzos de Handke y algunos otros serían sólo los últimos grandes ejemplos de ese histrionismo del Mefisto de Heinrich Mann al que sucumbieron tantos seres sensibles. ¿Cuántos son los que en este siglo sangriento han hermanado su talento a la infamia? ¿Cuántos los poetas que elogiaron la agonía de los kulakos, los artistas que compraron gloria con adulación al asesino poderoso, los virtuosos trovadores de déspotas y cantautores de la redención por la muerte? Es una desgracia para Handke y otros escribidores que se vean obligados a seguir negando la existencia de unos huesos que aparecen por doquier en cuanto alguien se pone a cavar cerca de algún sitio por el que pasaron Mladic, Arkan y sus huestes. Alguno no cejará. Insistirá en que los cadáveres los fabrican los familiares de las víctimas. Como el nazi León Degrelle decía que los judíos iban a los campos de exterminio a aprender métodos de higiene o algún comunista por estos lares, peninsulares insiste aún en que los gulag eran cárceles para indeseables, en que Lenin era un humanista y los errores de Stalin una especie de accidente de tráfico en la vertiginosa carrera hacia la felicidad universal.

La paz de Dayton está lejos de ser una paz real en los Balcanes, pero ha impuesto una calma que permite que ciertas personas y organizaciones se dediquen a una de las tareas más decisivas para que Europa recupere su dignidad, autoestima y capacidad de autodefensa frente al crimen racista y la locura tribal: cavar. Cavemos Por tanto pese a saber del macabro resultado de nuestro esfuerzo.Para Europa es un acto de profundo simbolismo y sentido ético el de sacar a la luz a los muertos, contar las zapatillas de deporte amontonadas a cientos en los campos de Bosnia como lo estaban las gafas y zapatos en Sobibor o Auschwitz, hablar con los supervivientes y proteger las pruebas para que lo que algunos siguen negando jamás. se olvide. Deben las fosas de Srebrenica y tantos otros lugares quedar como otra prueba de que la modernidad, la escalada en la calidad de vida de nosotros los miembros afortunados de las ricas metrópolis y la buena fe, de tanta gente de bien no nos inmunizan contra el horror que aficiona tanto a esta especie. El ¡nunca más! de Adorno resultó ilusorio. Medio siglo más tarde debemos intentar que la razón le abrace. ¿Cómo? Buscando, abriendo, mostrando y recordando las fosas de Bosnia, que son, para siempre, nuestras fosas, en las que reconocer pecados' tristezas y grandezas, nuestra historia europea. A la postre, son una advertencia profunda y veraz. Recuerdan a todo esfuerzo civilizador la fuerza del enemigo. La incomprensible vitalidad del odio.

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