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Tribuna:LA VIDA ES CUENTO
Tribuna
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Ciudad inhabitada

Pienso que no está lejano el día en que se despueblen las ciudades, cuando, precisamente, fueron ideadas para vivirlas; o sea, engendrar, nacer, crecer, trabajar, cruzar quinielas y morir. Hoy van camino de reducirse a locales de oficina, lugares donde aparecer hacia las ocho de la mañana, desempeñar alguna tarea, rellenar quinielas y, poco después de las cinco de la tarde, ser sustituidos por las señoras de la limpieza. Así, de lunes a viernes, más los puentes, sin fuego de hogar ni de chimenea.Vivo en una amplia vía principal, tino de los trozos que tuvieron el privilegio de llamarse bulevares, porque eran anchos y con arbolado. Unos iban desde la Castellana a la Moncloa; otros, del Retiro a los Altos de Maudes. El paseo central ha sido ocupado por cuatro direcciones, en ambos sentidos y sendos carril-bus, generalmente transitados por los automóviles.

La acera de enfrente, la que veo desde mis ventanas, la componen sólidas manzanas, que se inclinan hacia el distrito de Centro. Son edificaciones aceptables, con miradores en las esquinas,. balcones que alternan las bonitas y variadas forjas de las barandillas con los antepechos, a veces de presuntuoso perfil neoclásico. Agradables de ver, salvo la infamia urbanística que, para nuestro renovado disgusto, ha perpetrado un perverso arquitecto. Es un desafortunado mestizaje de cemento, hierro, calamina y vidrio que carece de la belleza del osado rascacielos y sume en el abatimiento a quienes soportamos la inevitable fealdad.

. Nadie habita ése ni los edificios colindantes, hasta donde alcanza mi vista. O casi nadie. Cuando cae la prematura noche invernal, apenas subsiste alguna luz, quizá de alguien que planea su fortuna o intenta desmaquillar la ruina. El resto es una superficie sombría, desalmada, que recibe impasible el resplandor de los globos municipales, florecidos junto a la acacia castiza. Las limpiador al rematan su diligente labor premeditada, sin cruzarse las de un piso con otro, ni las de un lado con el opuesto. Sólo en una irrepetible ocasión percibí la silueta de una de estas mujeres, tras las persianas venecianas, colocando con suavidad el mango de la aspiradora sobre la gran mesa de despacho" acomodándose en el espeso sillón basculante del director general. Una furtiva y fugaz Koplowitz, por 30 segundos,. pensé.

La mayoría fueron hogares de confortable burguesía, troceados ahora. Donde está el archivo, hubo la cocina; contabilidad en el comedor y guarida del cajero en el cuarto de los niños. De no ser por el jadeo intermitente de la circulación rodada y algún súbito claxon, ese lienzo de calle parece el de una ciudad abandonada o el decorado de una superproducción cinematográfica.

De seguir así, será otro fraude estadístico decir que Madrid cuenta con dos y medio o tres millones de almas -como antes se aventuraba- porque pronto todos, o la mayoría, residirán en otra parte, según propuso el humorista francés, Henri Monnier "Ias ciudades deberían construirse en el campo; el aire es más puro". En su busca van los madrileños, atravesando, ida y vuelta, la frontera de la polución.

Los niños nacen. en la maternidad y la gente rinde el último suspiro en los hospitales, paréntesis entre los que se confina la existencia. Cuando una vecina daba a luz, el acontecimiento era compartido por la mayoría de los moradores, que avizoraban la llegada de la comadrona, ofrecían sus servicios, auguraban una buena hora, sin que nunca faltara la enhorabue na. Al morir alguien, se entornaba media hoja de la puerta de entrada, que era como poner a media asta el pesar colectivo. En el portal, una mesita de madera, con un tapete de pasamanería, varios pliegos de papel de barba, pluma y tintero, rubricaban el sentimiento de deudos y amigos. Una cesta de mimbre o una bandeja de alpaca esperaba la tarjeta, con el pro tocolario doblez del duelo. En los patios las mujeres retenían las canciones que alegraban la jornada y que ya no hay. La muerte estaba de visita.

Hace muy poco, en esta misma casa donde habito, a sólo tres pisos del mío, ha fallecido un hombre sin gulannente bueno, cortés y servicial, quizá el último sombrero que se destocaba en el ascensor. Me enteré unos días después, al leer la esquela en un diario. Quizá llevaron sus restos en una disimulada ambulancia, hasta el tanatorio. No hubo puerta semicerrada, ni mesita receptora de pésames. ¿Cuánto tiempo, no mucho, que se detenía en la acera el coche fúnebre, de empenachados y macilentos caballos? O los vetustos automóviles, de enlutada carrocería rococó, que partían, solemnes y despaciosos, hasta el meeting point,onde se despedía el cortejo ceremonial, comenzaba el accidentado rally hasta el camposanto y perdíamos la pista de "nuestro muerto".

Por el humo se sabía dónde estaba el fuego, y allí, el hombre y la mujer; pero el gas natural y la electricidad no dejan huella visible. Los desertores cotidianos se llevan su calor. al extrarradio y es la convivencia cada vez más rara. Volvemos la vista, como si fuera insólito, al observar la enteca, oscura e inexpresiva silueta de una - criada filipina o caribeña, que empuja el cochecito donde se supone que va un niño, que no, es suyo. Quizá sea cierto aquello de "Adiós, Madrid, que te quedas sin gente".

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