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Claroscuros

Antonio Elorza

Por muchos elogios que hayan merecido su entereza ante la prolongada enfermedad y su voluntad ole servicio al Estado durante la misma, lo cierto es que el balance de la carrera política de François Mitterrand encaja mal con el sesgo hagiográfico de los solemnes comentarios oficiales. Eso sí, nadie puede negarle una contribución esencial a la consolidación de la democracia en Francia, resolviendo de una vez el contraste entre la tradición republicana y la bonapartista.Fue Mitterrand que censurara el "golpe de Estado permanente" del primer gaullismo quien en la etapa de la cohabitación con Chirac normalizó el funcionamiento de la V República al sancionar el respeto presidencial ante una mayoría parlamentaria adversa. El intenso nivel ole confrontación entre presidente y primer ministro subrayó aún más el éxito de una convivencia juzgada de antemano como inviable.

Mitterrand habló alguna vez de la historia como una larga y trabajosa construcción de la libertad. Ésa fue la orientación que había de prevalecer en una trayectoria política salpicada de zonas de sombra, y no sólo por sus ramalazos ultraderechistas hasta 1942. Tales zigzags pudieron apreciarse en momentos posteriores, acentuados incluso por una inseguridad ideológica encubierta únicamente durante décadas por el sentido de la oportunidad y la voluntad de poder.

La incompetencia de Mitterrand en temas económicos fue siempre notoria y ello le condujo tanto a la oscilación pendular entre la determinación estrictamente ideológica y el puro oportunismo como a unas estimaciones aparatosamente erróneas de la realidad (así, todavía a fines de 1980 hablaba positivamente de las experiencias yugoslava y rumana). Cuando en los últimos años fue perdiendo facultades, el vaivén alcanzó un recorrido máximo. Las iniciativas valiosas, tales como la visita a la Sarajevo sitiada, alternaban con despropósitos del calibre de su capitulación ante el golpe restaurador en la URSS de agosto de 1991, en espectacular contraste con la reacción de otros dirigentes democráticos más lúcidos (para el caso que nos ocupa, el mismo Felipe González).

Personalmente, era un hombre glacial, mayestático incluso antes de acceder a la presidencia de la República, que respiraba por todos los poros seguridad en sí mismo, pero su maestría política se expresó antes en la capacidad de iniciativa y en el desgaste "florentino" del adversario -fuera éste Chirac o Rocard- que en una gestión eficaz a medio plazo. De ahí, el fracaso de su partido en 1986 y 1993 a pesar de sus logros políticos exteriores -en la citada conciliación constitucional, en la construcción europea-, dejando de nuevo a la socialdemocracia francesa en el punto cero al final de su segundo septenato. En relación a España, su incidencia sobre el socialismo español fue escasa, a pesar de unas cordiales relaciones con González en el periodo de coincidencia de ambos en el poder que borraron un notable distanciamiento anterior. Hasta 1981 era mucho mayor el atractivo ejercido sobre nuestros socialistas por Rocard y, aun en vísperas de la presidencia lograda, éstos procuraban distanciarse de las iniciativas de quien parecía un viejo perdedor, propicio por lo demás a mantener relaciones cordiales con el comunismo dentro de una unión de la izquierda poco apetecible para González y Guerra.

Quizás no se daban cuenta de que la alianza diseñada por Mitterrand era el mejor camino para reducir al Partido Comunista Francés a una posición definitivamente subalterna.

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