La vuelta de Baltasar
Una mañana de Reyes nos encontramos a Baltasar, en el salón, tirando de su camello. Como no podía levantar la voz, alternaba sus impaciencias con murmullos, argumentos, persuasiones varias de sonoridad exótica... completamente inútiles. El camello, averiguamos, se había entusiasmado tanto con el fuet que el pelma de mi hermano se había empeñado en dejar para los Reyes con el turrón y las mandarinas (a escondidas de mi madre, claro), que el camello había decidido que esa era su casa. Su orilla del río. Su sombra de palmera. Su oasis.Al principio parecía imposible. Después todo se fue aclarando: como vivíamos en un país gris donde entonces se repartía demasiado carbón, nos habían dejado para el final de la ruta. Un tercio de ruta, además. Según nos enteramos no sin alarma, como nosotros estábamos a medio camino del norte y del sur, entre los países ricos y los pobres, sólo nos tocaba Baltasar -o sea la tercera parte de la (irán Cabalgata-, que regresaba al desierto.
Pero es que ni siquiera era Baltasar, según supimos con progresivo abatimiento. (Recuerdo las caras de consternación de mis padres, que veían cómo la realidad nos deshacía la niebla de la inocencia: ellos ya sabían que no era Baltasar). En realidad, según nos explicó el camellero en un francés impecable -eso dijo mi madre-, en realidad era un paje del séquito de Baltasar. El último de los pajes. Ni siquiera un lacayo, explicó con humildad, sino una especie de pinche de lacayo: el encargado de agrupar a los camellos en una esquina para pasar la noche, y luego recoger cuidadosamente sus boñigas. ¿Para qué?, le preguntamos. No pareció sorprenderse de nuestra ignorancia. Porque la boñiga, de camello, explicó, tiene propiedades de sedante y en el lejano oriente se hacen ciertos perfumes que allí gustan. De esa exportación vivía el país del Rey Baltasar, que era muy pobre y tenía que financiarse largas caravanas cuando reaparecía el cometa, el más viajero del universo.
Todo esto lo he ido reconstruyendo con el tiempo. Esa mañana húmeda, como es natural, no le hacíamos mucho caso. Una vez comprendido que el camello estaba allí porque quería más fuet -quién aguantaba ahora a mi hermano-, nos concentramos en- el vértigo de desgarrar papeles de regalos para comprobar una vez más que río es la posesión sino su anhelo lo que se parece más a la felicidad.
Mas esa sabiduría sólo llega con las canas. Sucede que ese fue el año en que los Reyes le trajeron a mi hermano un tren eléctrico -el gordo de Navidad para los niños de entonces-, y a mí, como regalo equivalente, un juego de carpintería: una sierra, un cepillo y un martillo que aguantó tres golpes antes de descuajeringarse. Mi desaliento fue tan evidente que mi madre sugirió lo que yo ya me temía: era una nueva fechoría de la abuela, que tenía enchufe con los Reyes. De nuevo les había escrito una carta especial, en francés, el idioma de la diplomacia, y con todas los lazos, vuecencías, excelentísimos y diosguardeausted en su sitio.
Pasó esa mañana, rompimos los juguetes, los guardamos para dárselos a los pobres (salvo el tren), y Marcel (se llamaba Marcel) se quedó con nosotros un tiempo pues mi padre decidió que lo que tenía la pobre bestia era agotamiento, estrés, y que no pasaba nada porque se quedara a recuperar un poco.
Como a veces ocurre con los gestos desinteresados, hizo uno de los mejores negocios de su vida. Porque Marcel se reveló como el mejor de los niñeros. Se nos podía dejar con él en la seguridad de que no nos pelearíamos y, milagro entre los milagros, ni se nos oiría. Nos comíamos la cena y no intentábamos escapar del baño. A veces, incluso, mis padres salían y hasta regresaban muy tarde, riendo. Es cierto que al principio se notaba un poco cuando íbamos con el camello a patinar al parque, pero luego todo el mundo se acostumbró y entramos, por así decir, en el paisaje.
Lo esencial, sin embargo, ocurría detrás. Entre bambalinas. Allí supimos que Marcel era un estudiante pobre que se pagaba sus estudios en Francia recogiendo, la boñiga de las anuales caravanas del cometa, que además coincidían con sus vacaciones en La Sorbona. Era un trabajo tedioso (él no tenía nada que ver con la selección de los regalos, según se apresuró a explicarnos), pero los camellos no daban la lata, embebidos en su orgullo malhumorado, y le permitían leer. ¿Leer? Aquello sí que era fuerte.
Es verdad que mis padres habían construido una buena biblioteca y, ahora que lo pienso, no resultó dificil. Marcel tenía en cualquier caso un gran talento. En las semanas que se quedó consiguió que leyéramos Dos años de vacaciones, Oliver Twist, Los Tres mosqueteros y El Conde de Montecristo, y cuando se marchó (iba engañando al camello cegato con un palo rojo frotado con fuet que le colgaba a un palmo del morro) apenas nos dimos cuenta: estábamos secuestrados por Tintín, Miguel Strogoff, las aventuras de Enyd Blyton, los peinados de la reina Ginebra y la melancolía del capitán Nemo.
A menudo me acuerdo de él. Siempre insistía en que no tenía reláción con los príncipes y chambelanes de la Corte de Baltasar, y nada que ver por tanto con los regalos. No sé si creerle. Al fin de cuentas, cuando las arbitrariedades de mi abuela o cualquier otro cortesano consiguen ofenderme, cojo un buen libro y al poco tiempo se me pasa: eso que le debo. Me pregunto qué hará. Si no lo han nombrado ministro de Educación para aprovechar su talento -lo que no creo, visto lo que hacemos en Europa y luego copian los demás-, entonces es que es como para armarla.
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