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La transparencia o el engaño

Pretender que en la vida de cualquier persona no haya ningún secreto sería como desear el retorno a una idílica, por primitiva, situación de naturaleza. Los únicos que no tienen necesidad o, más exactamente, que carecen de la posibilidad de guardar secretos son los miembros de tribus que viven desnudos en un claro del bosque. En el momento en que se construye una casa y se cierra una puerta se está admitiendo que el secreto forma parte esencial de la civilización. No hay vida humana sin secreto; no hay libertad si no se puede mantener una zona a resguardo de todas las mirada o de todos los artilugios que rastrean los espacios radioeléctricos. La vida en sociedad no es concebible sin una porción de secreto.Pero lo que no acaban de aceptar quienes, como Joaquín Leguina, denuncian a las "aguerridas huestes de la transparencia" y reclaman para el Estado una zona de secreto, similar a la que el individuo exige para sí, es que lo privado sólo será privado en la misma medida en que lo público sea público. El progreso de la civilización, como vio con agudeza Simmel, consiste en que "van haciéndose más públicos los asuntos de la generalidad y más secretos los dé los individuos". No existía siquiera el concepto de lo privado cuando el poder estatal se ejercía a resguardo de cualquier publicidad. Hasta que la democracia rasgó el velo sagrado que ocultaba el ámbito de clausura reservado a quienes gobernaban por la gracia de Dios, todo el aparato estatal, desde el centro ceremonial hasta los desagües de la fortaleza, se rodeaba de secreto, fundamento y escudo del poder absoluto. Por el contrario, la razón democrática seculariza la mística del poder, muestra a la luz pública sus entrañas y lo somete al control de la ley.Progreso de democracia es sinónimo, por tanto, de avance de publicidad, hasta el punto de que la densidad democrática de una sociedad está en relación inversa a las zonas de secreto que su Estado puede impunemente conservar. Pero el Estado no es y nunca será una casa de cristal: la transparencia que los ciudadanos exigen, y que sólo por un barato recurso a la demagogia se puede atribuir a algún afán inquisitorial, pugnará siempre con las zonas de opacidad que el poder se reserva. El problema, sin embargo, no radica tanto en el secreto sino en su utilización al margen de la, ley como técnica de poder, cuando ocultar deliberadamente lo que otros ignoran refuerza una posición de dominio ilegalmente adquirida y ejercida sobre una persona, una institución o la sociedad entera. Pues en ese caso, la decisión de proteger el secreto no está relacionada con la defensa de la libertad individual o de la comunidad nacional, sino con una voluntad de, dominación que inevitablemente se edifica sobre el engaño.

Por eso resulta tan decepcionante la estrategia socialista -que ha encontrado un inesperado apoyo en el otrora fustigador implacable de la caja B de su partido- de levantar empalizadas en torno a los llamados secretos de Estado. Cuando los socialistas deciden, en una nueva muestra de su tenaz solidaridad grupal, votar contra el suplicatorio solicitado por el Tribunal Supremo y arropar en una cena de fraternidad a un imputado en una causa criminal con el argumento de que se trata de un asunto político que debe quedar bajo la competencia de los políticos, lo que reclaman es un. ámbito de opacidad reservado a la clase política. Toman así el camino que les conduce directamente al gueto habitado por quienes están en el secreto de los. secretos, obligados por necesidad a callar o, cuando hablan, a engañar a los demás.

Con lo cual lo que realmente consiguen es quebrar la posibilidad misma de trato social, pues, como también escribió Simmel, "el saber con quien se trata es la primera condición para tener trato con alguien". El daño tal vez irreparable que a todos nos ha causado la defensa a ultranza de tanto secreto es que, al no saber con quién tratamos, ya no podemos tratarnos.

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