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Fantasmas del día siguiente

Los azares y cierres del acueducto de la semana pasada me llevaron un día a desayunar algo lejos de mi territorio, en una cafetería que recordaba servía un café tolerable. Así suceden a veces las grandes revelaciones: se adentra uno en busca de un café en el barrio de al lado, la húmeda mañana de un viernes de fiesta, y termina con la comprobación de que es la tierra la que gira alrededor del sol y que más tarde o más temprano siempre volvemos a pasar por el mismo sitio.No había empezado casi a disfrutar del café y de la suave irritación que me produce el periódico, una adrenalina mañanera que me devuelve a mi sitio en el mundo, cuando reparé en las voces. Yo soy una especie de músico tísico con algo canino y reparo mucho en el ruido, y las voces están en los primeros lugares de lo que oigo, y en los primeros de lo que detesto si son radiofónicas, histéricas o de doblaje. O sea que ímagínense.

O simplemente exhibicionistas, como las que me estaban impidiendo paladear a guste, el café de la mañana. Un silencio razonable debe acompañar el café de la mañana, con independencia de que haya o no resaca, y el que no lo enseñen así en las escuelas ayuda a explicar tantos divorcios.

Yo estaba en la esquina más lejana de la barra. Levantando los ojos de mis titulares para ver quién me impedía cabrearme a gusto en mi día de fiesta, pude apreciar a contraluz las siluetas de dos sujetos altos y uno bastante más bajo. Ese era, como vi de inmediato, El Gracioso. Y no porque contara chistes sino porque se había echado encima la fatigante labor de hacer broma como quien no quiere la cosa sobre las tías -"a mí me gustaban y ahora menos; ¿me estaré volviendo maricón?", decía-; las copas -"jo, no sé si voy a poder pegarle a la pelota, he quedado a las tres en el golf con Juanito Villalar"-; el Barça (o el Madrid, o el Celta, o la Real, según dónde se hable); y las dos o tres cosas más (exagero) con las que estos graciosos intentan caerle bien al camarero.

Los otros dos, los altos, le escuchaban con la sonrisa Petrificada de quien lleva horas con la ironía puesta, sello de elegancia en ciertos ambientes -ese Simpático Canalla que les gusta a las chicas-, al igual que la mirada húmeda de copas, que se cubre con la cáscara de un ceño inteligente, el pelo engominado ya claramente torcido, y las voces machotas de quienes desean comunicar al mundo lo cojonudamente que se lo están pasando. Yo había alzado los ojos sin casi darme cuenta, como quien quiere distraídamente espantar una mosca. Y me quedé enganchado de la escena: no me lo creía. Nuestra vida está llena de caricatura, sobre todo últimamente, pero esto desafiaba con mucho al más simplista de los periódicos.

Tómense un sorbo de café, échense para atrás e imagínense la escena: cafetería de las de sofás de cuero y grabados de caza, y rubias teñidas y caballos pintados en los pañuelos de seda a la hora del aperitivo. Camareros que se llaman Fermín, y que conocen por su nombre a la mitad de la parroquia. Parroquia que les conoce a ellos, y que, quién sabe por qué, siempre está empeñada en comentar con Fermín lo que ha hecho el Real Madrid, como si en su sueldo estuviese incluido saber de fútbol o al menos del Real Madrid. Pues bien: en ese marco incomparable se recortaban contra el lluvioso cristal de la mañana el Gracioso y otros dos señoritos.

Sí: tres. Inconfundibles. Como los de antes. Señoritos de libro llevando con soltura el disfraz de la víspera, señoritos ya muy al final de una juerga como ya no se hacen. "Qué, ¿de boda?", preguntaba Fermín, amable. "¿Pues no nos ves de pingüino?", decía uno de los altos. Y le daba una ansiosa calada de entendido a un puro de banquete. Yo intentaba irritarme con mi periódico, pedía otro café... al cabo de unos segundos volvía a mirar, fascinado.

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La escena me rebotó con insistencia durante el fin de semana, probablemente porque llovía.

Terminé por comentarla con un amigo: "Eran como los señoritos de antes: como los del Sandor de Barcelona en los años cincuenta, los de Puerta de Hierro, los de Pineda en la Sevilla de los sesenta, los del Marítimo de Las Arenas antes de que lo volaran". "¿Pero tú no sabes que el tiempo vuelve?", me preguntó mi amigo. Y en efecto, miré en torno si el paisaje es una vez más de cupletistas y nuevos ricos del estraperlo, de poetas en el andén, bárbaros forajidos, maestros muertos de hambre y jóvenes escrutando los mapas, ¿por qué no habría de volver el señorito?

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