El aguinaldo del guardia
Hacia estas fechas comenzaba la ceremonia de la mendicidad generalizada. Todos pedían a todos, y la mayoría esperaba la dádiva, el regalo, para luego gratificar al prójimo expectante. Está a punto de perderse la práctica navideña del aguinaldo, que se repliega en viejas y sólidas empresas, y entre personas que tienen a otras a su servicio.Nuestro despreocupado Diccionario de la Lengua es, una vez más, flemático al respecto; apunta un vago y poco sólido origen latino en la expresión hic in anno, una vez al año.
Nuestro castellano toma distancias de las lenguas hermanas y se queda embelesado con la palabra. Catalán, francés, italiano, supongo que portugués, se atienen a vocablo emparentado: entrena, étrenne, strenna, y se nota que quiere decir estreno, la primera vez, el primer uso. En otros idiomas tienen acepción diferente: lo que se recibe y se da, especialmente el primer día del año. Nosotros hemos adelantado la liberalidad, madrugando a todos los festejos tradicionales que ahora dan comienzo.
"El barrendero, el chico de la tienda, el cartero, el sereno del comercio, su vendedor de periódicos, el portero de esta finca, le desean a ustedes felices pascuas y próspero año nuevo" era el universal lenguaje impreso en una cartulina. Acosaba y perseguía por doquier. Siempre acompañado por la sonrisa de quien estimula un gesto voluntario y rumboso, casi un toma mis votos de fortuna y daca la gratificación que te venga en gana. Sería curioso averiguar si fue primero el aguinaldo o la paga extraordinaria, imposible uno sin la otra.
Mes de prodigalidad y derroche, el más caro del año hasta que se institucionaliza el veraneo. Se trató, en origen, de la celebración amistosa, intercambiando obsequios, entre el anfitrión y los invitados. La participación había de ser de ida: y vuelta; incluso el gran jefe de empresa, su homónimo hogareño, el cabeza de familia, recibían el aguinaldo de los empleados y la parentela. En aquellos tiempos -doy fe desde el segundo cuarto de este siglo-los chiquillos revoloteaban en torno a los mayores pidiendo él aguinaIdo, que no era limosna ni solicitud menesterosa, sino dinero alegre, cosas, donativos de buena y libre voluntad que a ratos parecía reinar entre la familia humana. Aunque les parezca extraño.
En casa de los médicos, los notarios, dentistas, políticos y donde había tráfico de gente obligada solían poner en el recibidor una bandeja con moneda menuda para agradecer tanto cumplido y parabién. Esta alegría no amortizaba otras devociones inexcusables como los próximos regalos de Reyes, luego fundidos en la moda universal de los usuales por año nuevo.
Ignoro si esto era así en otras regiones y otros países, y lo tengo por una especie de jactanciosa chulería madrileña. En nuestros días sería impensable, alucinante para las nuevas generaciones, la costumbre de llevar todas las navidades un generoso y anónimo aguinaldo a determinados agentes de la circulación callejera. Especial mención para el que dirigía el ya entonces fluido tráfico en la plaza de Callao. Buen número de automovilistas y algunos peatones hasta allí se llegaban para dejarle un presente más o menos generoso junto a su pedestal. Lo aceptaba con una sonrisa que al día siguiente aparecía en los diarios, puntualmente recogida, rodeado de la ofrenda incógnita de sus paisanos.
Rememorando con melancolía la reiterada escena, me pregunto si la ciudad ha endurecido y desalmado a sus habitantes y merece la pena el alto precio que corrompe los sentimientos. Hasta que caigo en la cuenta de que no puedo recordar cuándo algún imbécil concejal de Tráfico, o similar, proscribió la simpática y beneficiosa figura de aquel pastor de los vehículos de motor, el cristóbal de las ancianas claudicantes, señor del pito y de la porra a cuyos pies, con gratuita reverencia, depositaban el aguinaldo los contribuyentes.
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