En primera persona
EL PRESIDENTE del Gobierno no debió acceder a recibir en su despacho al abogado de Conde y Perote, cuyas intenciones extorsionadoras ya conocía. No sólo fue una imprudencia, sino un grave error político. Al no reconocer algo tan evidente, y ni siquiera tratar de explicarlo cuando fue requerido para ello hace un mes, Felipe González agravó la situación: la suya, como participante directo en la entrevista, y la de su Gobierno, cuya debilidad se manifestó ayer con estrépito.Tras la forzada comparecencia del presidente, la oposición no tuvo ninguna dificultad para poner de relieve esa debilidad y la falta de autoridad que de ella deriva. Sólo se echó en falta, especialmente en la intervención de Aznar, probable sucesor de González, una actitud más comprensiva hacia quien, en todo caso, había sido objeto de un intento de chantaje. Porque no deja de llamar la atención que tanto el líder del PP como Julio Anguita, que llevan meses negando la existencia del chantaje, lo dieran ayer por cierto para cuadrar mejor su argumento de que González negoció con el plenipotenciario de Mario Conde.
Casi todo lo que tiene que hacer González debió haberlo hecho tiempo atrás; de ahí esa situación de vulnerabilidad que transmite cuando acude a sus citas. Alguien que comparece casi llevado a rastras y parece casi empieza por reconocer que no tiene nada que añadir a lo ya dicho difícilmente convencerá a quien no lo esté de antemano. Dos días antes de que González recibiera al abogado Santaella, el entonces vicepresidente Serra había hablado en el Congreso de los intentos de utilización del material sensible robado al Cesid para operaciones de desestabilización política, extorsión a las instituciones y búsqueda de beneficios privados. La aceptación de una entrevista con el emisario de tales pretensiones es impropia de gobernantes responsables como dijo Aznar, la única explicación razonable es que los términos del eventual acuerdo necesitaban el aval personal del presidente.
La debilidad del Gobierno deriva sobre todo de las sospechas de implicación en episodios de guerra sucia como los que han llevado al Supremo a solicitar el suplicatorio de Barrionuevo. Es lógico que González, y antes Serra y Belloch, pongan el acento en los documentos que pueden suponer un riesgo para la seguridad del Estado; pero es la existencia incontrolada de papeles que también comprometen al Gobierno lo que otorga fuerza intimidatoria a los supuestos chantajistas. González y su ministro de Justicia e Interior no podían ignorar que sería inevitable que cualquier acercamiento a los presuntos chantajistas fuera interpretado de tal forma. Ni siquiera el argumento de la intervención de Adolfo Suárez basta para justificar tal torpeza. Por lo demás, la incapacidad de Aznar para ponerse en el lugar del otro volvió a brillar a gran altura. Es cierto que, como recordó Anguita, la fuerza del chantajista es proporcional a la debilidad del chantajeado. Pero llevar esa obviedad hasta sus últimas consecuencias nos llevaría a considerar culpable a todo aquel que es sometido a un chantaje. Sólo desde un angelismo ridículo o hipócrita puede ignorarse que todo Gobierno tiene algo que ocultar.
González se equivocó gravemente al recibir a Santaella, y ese error es probablemente consecuencia de otros anteriores y más graves. Pero aunque el objeto del chantaje no sea la seguridad del Estado, sino la del Gobierno y los gobernantes, como acusa Aznar, una actitud decente llevaría a ponerse en ese asunto del lado del chantajeado y no del chantajista. Aznar utilizó términos duros contra Mario Conde y Perote, pero se abstuvo cuidadosamente de cualquier gesto que pudiera interpretarse como de comprensión hacia el gobernante objeto de extorsión.
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