Cuchipanda en el Gijón
Hace unos días, a la hora de la siesta -que debería ser tutelada por real decreto, y sugiero que se cuadrupliquen las tarifas entre las 14.45 y las 16.30-, sonó el timbre del teléfono. Una voz femenina verificaba mi identidad y pronunció las siguiente palabras: "El próximo jueves, un grupo de amigos le daremos un homenaje, a Antonio Olano. ¿Quiere usted adherirse?". Quizá la tibia inconsciencia del nihilismo vital que nos conforta tras el almuerzo -no tiene por qué ser copioso- demoró unos instantes la capacidad comprensiva. "¿Es que ha muerto Antonio?". Reacción casi normal, ante una propuesta semejante, en este delicioso país, donde sólo se festeja a los, difuntos y a los subsecretarios.No; el viejo amigo y compañero goza de excelente salud. Su tertulia del café Gijón decidió -no averigüé los motivos, pues me parece estúpido colectivizar el afecto y exigir que esté justificado-, digo, convocar a unas cuantas personas que voluntariamente quisieran sumarse al agasajo. Acertaba la dama que cortó la digestión a mis sueños: era, en efecto, uno de ellos. Pasado el sobresalto inicial, aseguré la asistencia.
Con vituperable desidía hace años que no estoy adscrito a tertulia alguna; apenas, la apresurada visita al viejo bar, para ingerir esa copa, o par dé copas a lo más, de Valdepeñas frío, y comprobar lo tontos que nos estamos volviendo los individuos de mi genera ción. Otra época hubo en este Madrid -que el inmisericorde buen tiempo está africanizando, ¿se dan cuenta?- donde florecieron las tertulias de café, lugar donde muchos españoles pasaban más horas que en el hogar o en el trabajo. Al impertérrito gran café Gijón, el último de los veteranos, acudíamos desolados, incluso en taxi!, para permanecer hasta la anochecida, frente a la mesa de mármol y entre las discusiones literarias, junto a vasos de achicoria. Cayeron, uno a uno, banco a banco (o caja de ahorros), los que fueron universidades de acogida, ilustración y título de ciudadanía al forastero, cobrándole el tributo de sus ilusiones provincianas.
Nos reuníamos en torno a una figura singular, que figuraba como cabeza visible y era voz ordenadora, simplemente porque llegaba antes y marchaba el último. Se hablaba, discutía y calumniaba a todo bicho viviente, y allí se organizaban, de continuo, los homenajes, con el más fútil pretexto. De aquellos años de dificultades nos queda la foto que, después del festín, nos tomaban, arropando al festejado, con la secreta esperanza -en mi caso no se produjo- de que algún día fuéramos los ocupantes de la cabeza, escuchando el embriagador sonido de los elogios, casi siempre erróneos, de oradores que detestaban al protagonista de aquella noche.
No crean que aquellos pelagatos que fuimos nos reuníamos en tascas o figones. Esa fue moda posterior: los salones del Ritz, el Palace, el hotel Nacional, etcétera, recaudaban las derramas de los exangües bolsillos. Eso sí: las pocas mujeres, con sus galas, y nosotros, de traje oscuro, camisa blanca -que en los cuarenta aún incorporaban el cuello almidonado-. Hasta donde alcanzan mis recuerdos y lecturas, fueron las únicas reuniones, democráticas que conozco, en el vicioso sentido que se le da al vocablo.
Encontré la vena de la añeja costumbre en el gaudeamus de Olano. Había más personas que plazas, y un guirigay de gentes de condición, comunistas no reciclados, hasta nostálgicos del franquismo, seguidores del Atlético y forofos del Madrid, que son las varillas sustentadoras del abanico nacional. Pasaron más de cinco horas delante de unos manteles -bien provistos, por cierto- indefensos ante la inacabable y cordial tanda de discursos, loores merecidos, que nos hubiese gustado muchísimo ser los destinatarios.
Quizá faltasen, aunque dudo que se les echara: de menos, algunos nombres, exculpados con el compromiso de acudir a cualquier acto cotidiano, .en honor de Tápies, Muñoz Molina, Rosa Montero o cualquier personalidad, justamente en boga. Como siempre sucede, el uso de la palabra comenzó con moderación, pero no hay fuerza humana que impida despachar el elogio, a poca que sea la oportunidad. Incluso uncamarero, contaminado de ateneísmo, desgranó un mazo de cuartillas lisonjeras. Sorprendente unanimidad hacia un hombre, que ha manejado más la sátira que el halago, en aquella asamblea epispástica (ver etimología). Poetas, magistrados, toreros, profesores, periodistas, viudas y gallegos -muchos- parecían coincidir en idéntica reflexión: "Es un tipo bueno, apreciado y con amigos. ¡Qué raro!".
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