Viernes blanco
Sobre la insulsa superficie de este otoño secante, mientras llueven buñuelos de cabello de ángel y huesitos de santo, alguien se acordará por aquí, entre bocado y bocado, de cuando los hijos de Israel abandonaron la penumbra del palmeral de Elim, un alto en el camino de las promesas, y se metieron a conciencia en el desierto de Sin. Una vez allí, quedaron atrapados por un destino precinematográfico de sol y arena, serpientes y alacranes. Entonces decidieron matar el hambre echando pestes nada veladas contra Moisés y Arón. Con la inercia ascendente del cabreo, hasta juzgaron sádica, si no anacrónica, la actitud del mismísimo Yavé, pues más piadoso hubiera sido cargárselos -a cuchilladas, con naturalidad de amo- la noche antes de dejar Egipto, mientras cenaban alegremente, sentados junto a ollas rebosantes de carne y untando pan pagano en la salsa. Harto de esos reproches lenguaraces, Yavé le anunció a Moisés que bueno, que haría que, lloviese comida desde lo alto de los cielos. A fuerza de mirar hacia arriba, algunos se quedaron pajaritos.¡Hombres de poca fe! Porque lo cierto fue que, ya de atardecida, llovieron codornices sobre aquéllos que habían permanecido tranquilos o, a lo sumo, mirando de reojo. Tras una noche intensa de desplume, llegó un nuevo milagro, todavía más espectacular que el primero. Todo el campo amaneció cubierto de rocío, que, al evaporarse, dejó asomar una tupida capa de granos blanquecinos, "como los del cilantro". En aquel preciso instante, los hijos de Israel pronunciaron la primera pregunta del millón: "¿Manhu?". No, no les importó expresarse como lo harían, siglos después, los indios de las películas, ya que, en aquellos tiempos, eso era lo que uno se preguntaba al toparse con, algo desconocido. En tales casos, ya se sabe, cualquier respuesta alivia, pero sobre todo si es poética. De ahí que por el desierto de Sin empezara a correr la voz de que aquello, reducido luego por los botánicos a tamarix mannifera, era en verdad "pan de ángel". Y como tal fue comido durante 40 años, pues a todos les sabía a miel ese bendito maná que ayudaba de maravilla a pasar las dichosas codornices.
Mucho insomnio se nutre todavía de esa vieja esperanza: despertarse un buen día y ver que ahí fuera todo se ha cubierto de blanco, que "aristas y colores" se esfumaron. Pero quizás tan sólo una ciudad, Lisboa, sea la merecedora permanente de un prodigio que está a la altura de lo soñado después de verla. Su cantada blancura no responde tanto a un color como a su incierta luz, envolvente, defensa sigilosa de la desenvoltura, rodeo de lo melancólico para ponerle un péndulo a la fijeza: "Un mal del que se goza, un bien del que se sufre". Cuaja el blanco en Lisboa porque allí se le otorga una presencia clara a lo que otros dan por perdido, eso que vuelve hacia nosotros en forma de reflejo, de indirecta, ya sea, en palabras de Álvaro de Campos, "creciente nítido, blanco círculo o simple luz". Concluyó Octavio Paz, a otro propósito, que esto sucedía cuando lo visto, ya desvanecido, "da realidad a la mirada". Atenta a lo que es pérdida, insomnio y luz no usada, la mirada del pintor extremeño Javier Femández de Molina (1956) ha revisitado Lisboa para que, en el teatro de sombras de la pintura, podamos contemplar lo exento, ese hueco que marca la diferencia entre lo visto y lo pintado.
Inaugura esta noche Fernández de Molina, en la madrileña galería Rayuela, una exposición titulada, Lisboa revisitada; y, al hacerlo, al reflejarlo, se sabe. acompañado de la luna de Mérida, de Nuestra Señora de la Leche, de dulces portugueses (pechos de ángel, barrigas de monja, jamones celestiales), de las bibliotecas blancuzcas de Vieira da Silva (quien vio a Lisboa, en cambio, de azul) Y de un viernes tan blanco que no admite más sombra que la de la duda. ¿Se sabe por aquí quién es Javier Fernández de Molina? Ha pintado, con expresiva viveza, riachuelos, carpas (¡vivinhas!) y banderillas. Era un as en anillas y paralelas. Ha sostenido que su maestro fue Camarón de la Isla. Tiene muchos amigos, poetas: de Ángel Campos Pámpano a Antonio Gómez. Y ha sabido quedarse asombrado, en blanco, a la hora puntual de pintar como nadie esas migas angelicales que llueven de continuo sobre Lisboa.
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