EE UU y los errores de México
México no aprende de sus errores: difícilmente se puede discutir esta afirmación. Pero tampoco su corolario: el resto del mundo no aprende de los errores de México. A menos de un año de la última debacle mexicana -recuérdense las anteriores: 1976, 1982, 1987-88-, la mirada externa del país bisagra entre Norte y Sur vuelve a nublarse y a confundir lo menos por lo más. La reciente visita de Estado del presidente Ernesto Zedillo a Washington ha servido de revelador de esta nueva y recurrente transformación de la realidad mexicana en un trompe l'oeil económico, político y social. Como siempre, pero más que nunca, la visión que posee buena parte del mundo de lo que acontece en México proviene de EE UU. Cada, vez más, México es un asunto de la última superpotencia. Europa y Japón se interesan desde lejos, responden con un entusiasmo decreciente a las peticiones de ayuda de EE UU y parten de la premisa de que los problemas de México y por tanto las soluciones incumben principal, si no exclusivamente, a su vecino.América Latina observa con cierta frustración cómo los sucesivos descalabros mexicanos desatan olas expansivas a lo largo de todo el hemisferio, sin que ello le permita a los países afectados ejercer la más mínima influencia sobre los mexicanos. La distancia genera indiferencia e ignorancia, paliada por el alineamiento analítico con Washington: la mirada americana es la mirada universal.
Ciertamente, jamás ha sido, en lo tocante a México, una mirada particularmente acuciosa. El cúmulo de errores cometidos por analistas, especialistas, académicos y periodistas estadounidenses en sus repetidos intentos por diagnosticar el acontecer mexicano es asombroso. Las razones son conocidas: cuando EE UU dice que las cosas en México van mal, muy rápidamente comienzan a ir mal, aunque antes no fuera el caso. De allí que sea preferible decir que van bien, aunque no sea el caso. Pero en esta ocasión la misma tendencia se ha agudizado y quizá ha sido llevada al absurdo por la coyuntura política interna norteamericana. El presidente Bill Clinton, que enfrenta un clima electoral adverso en su tentativa de reelección, carga con un lastre: el multibillonario rescate mexicano de principios de año, que fue pésimamente recibido por la opinión pública, y que, aunado a las tribulaciones pasadas y presentes del Tratado de Libre Comercio (TLC), ha convertido al tema mexicano en un asunto de la campaña presidencial ya en curso.
Visto que los políticos en activo no pueden nunca equivocarse, Clinton tiene un solo camino. Su única defensa del convenio comercial y del paquete de 20.000 millones de dólares aportados por el contribuyente norteamericano para saldar las deudas de corto plazo contraídas por el Gobierno de México consiste en declarar repetidamente que el esfuerzo valió la pena porque se alcanzaron los propósitos que se buscaban. Éstos eran: evitar un derrumbe financiero mundial (que nunca quedó claro que tan verosímil era), coadyuvar a la recuperación económica mexicana, contribuir a la democratización del país y detener la inestabilidad social en México, cuya consecuencia inexorable sena una nueva oleada migratoria hacia el norte. Lo primero ya se logró; lo segundo, tercero y cuarto, también, según los estrategas de la campaña de Clinton. El hecho de que los conocimientos de México de dichos estrategas sean nulos no es pertinente: se trata de una táctica electoral, no de un análisis geopolítico. A ello se debe que durante la visita de Zedillo a la capital norteamericana, los discursos, la prensa, los juicios y los debates hayan todos puesto dé relieve la supuesta y espectacular recuperación mexicana. Algunos congresistas conservadores y de izquierda trataron de aguar la fiesta con comentarios sarcásticos o con advertencias pesimistas, pero el ambiente en, su conjunto fue todo optimismo. La conversión exitosa de 301.000 millones de dólares de deuda de corto plazo en obligaciones de alto costo, pero de plazo largo, fue destacada cómo el síntoma de un saneamiento duradero de las finanzas aztecas; el incremento indudablemente considerable de las exportaciones fue exhibido como prenda de una competitividad creciente y consolidada; las declaraciones de Zedillo sobre la necesidad de construir un Estado de derecho en México y de consumar la reforma electoral se equipararon a mutaciones profundas del sistema político mexicano; y la ausencia de motines o de movimientos populares de rechazo a la austeridad impuesta fue esgrimida como la mejor prueba de la inexistencia de una auténtica crisis social. Para Washington, la crisis mexicana ha concluido, por lo menos hasta el primer martes del mes de noviembre de 1996: día de la reelección de Bill Clinton, salvo algún tropiezo.
El tropiezo puede, justamente, ser México. A pesar de un buen número, de antecedentes, es probable que nunca haya sido mayor el desfase entre esta percepción externa, beata y autocentrada, de la realidad mexicana, y la sensación de zozobra y angustia que resienten la enorme mayoría de los habitantes del país. Y rara vez han coexistido en un equilibrio tan precario explicaciones tan disímbolas de los mismos fenómenos. Donde los extranjeros ven un retorno a estabilidad financiera, los mexicanos presienten un nuevo sobreendeudamiento del país (la deuda externa actual, pública y privada, suma más de 170.000 millones de dólares, un porcentaje del PIB Superior al que imperaba en 1982). Donde los norteamericanos detectan un auge espectacular de las exportaciones debido al TLC y a la maxidevaluación de diciembre, México contempla un desmoronamiento de la demanda interna, insostenible a mediano plazo y que al ser reactivada volverá a castigar las ventas al exterior (las ventas de vehículos en México, en lo que va del año se han desplomado en un 70%). Y donde EE UU lamenta pero desestima una recesión dolorosa de la actividad económica al sur de su frontera, los habitantes del país vecino sufren los estragos de la peor caída de la economía en medio siglo: una contracción de 6% para 1995, y una recuperación de, cuando mucho, la mitad de esa merina en 1996.
No obstante, el contraste mayor radica en el balance político y social de la situación en México. Las pugnas internas cada vez más violentas en el seno de la élite gobernante, los asesinatos de 1994 aún sin resolver, el acotamiento -voluntario y obligado a la vez- de la autoridad presidencial en una nación donde las fuerzas centrípetas han sido apenas domadas, la transformación de pleitos políticos locales de nula importancia en problemas nacionales con resonancia internacional (la llamada guerra del golf en Tepoztlán), los despidos masivos y en aumento en un país con un déficit ocupacional de más de medio millón de empleos al año desde hace 15 años: todas estas pesadillas de cualquier dirigente mexicano conforman un cuadro de crisis como no había vivido México desde los años treinta, y quizá desde la época de la revolución. Como se pudo comprobar en las semanas recién transcurridas, el riesgo de una contaminación del de por sí frágil equilibrio de los mercados es constante y creciente. La salida de más de 2.000 millones de dólares durante la última quincena de septiembre lo demuestra de manera palmaria: no hay recuperación financiera que indefinidamente resista embates políticos, sociales e incluso psicológicos de esta naturaleza.
Sin duda, Clinton y sus principales asesores saben todo esto; y resulta difícil concebir que Zedillo y sus colaboradores asuman a su vez la apreciación idílica procedente de Washington, desconociendo los factores que la motivan. ¿Cuál es entonces el peligro? Es doble y grave. En primer término, a fuerza de repetirse los mismos cuentos, todos acabamos por creerlos. El riesgo del autoconvencimiento es demasiado común y se consuma con tal frecuencia que sería iluso pensar que unos y otros están vacunados contra él para siempre. En segundo lugar, la conciencia del engaño no es, por definición, socializable. Lo que comprenden algunos, los demás, casi todos, lo ignoran. Cuando la realidad y la ficción chocan, y vence la primera, la ilusión bajo la cual vivían todos aquellos "que no sabían" se torna en desencanto, sensación de estafa, resentimiento. Ya ha sucedido, la última vez hace escasos ocho meses. El destino electoral de Bill Clinton no debiera ser motivo suficiente para repetir la experiencia. Por desgracia, lo es.
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