Fenómenos inexplicables
Narciso Ibáñez Serrador consiguió la fama gracias a su concurso Un, dos, tres, responda otra vez. Pero antes frecuentó el género fantástico con una serie de televisión, Historias para no dormir, y un largometraje, La residencia.
Tal vez por eso ha decidido mezclar su afición al cine de terror y a los concursos televisivos ofreciéndonos El semáforo (los viernes en TVE-1, a las 22.15), un híbrido apasionante que puede definirse tranquilamente como una secuela del clásico de Tod Browning Freaks.
Si en la película de Browning los protagonistas eran unos fenómenos de circo, en El semáforo los concursantes son ciudadanos aparentemente normales que quieren dar rienda suelta en público a una pulsión artística que una sociedad hostil se ha encargado de reprimir durante años. Con ellos debe bregar semana a semana Jordi Estadella a razón de nueve genios por programa. Cada uno de ellos hace lo que ha venido a hacer (cantar, recitar poesías, improvisar unos juegos de manos), y es el público, con sus aplausos o sus abucheos, el que decide quién pasa el examen. El triunfador se lleva un millón de pesetas, cifra no muy espectacular, pero que, a tenor de lo visto en la primera emisión de El semáforo, resulta más que razonable.
Las estrellas indiscutibles del programa del viernes fueron un policía municipal de las islas Canarias que tocaba la trompeta y el saxo sustituyendo esos instrumentos por un peine y una servilleta de papel, y una venerable anciana de 87 años que se marcó una pícara versión del celebrado cuplé La chica del 17 acompañándose a sí misma al piano con un estilo digno del gran Jerry Lee Lewis.
El resto de los concursantes merecía figurar en la escudería de Broadway Danny Rose: un caballero que perpetraba El himno a la alegría, un dúo de canción española que ejecutaba El porompompero, una señorita miope recitando La saeta, un señor bajito disfrazado de Rocío Jurado... Los insertos de un Jordi Estadella pasmado ante lo que veía en el estudio resumían a la perfección el sentir popular: nadie podía apartar los ojos de aquel fascinante horror humano.
La abuelita cupletera fue quien se llevó el millón a casa, con lo que a los gatos y palomas de su barrio madrileño no les va a faltar comida en años. Hay que reconocer que la ancianita se ganó al público desde el principio, pero es de lamentar que se quedara sin premio el agente Parada: un hombre que se presenta en un plató uniformado y con gafas de sol, se declara "sibarita del rock y del jazz" y toca el peine y la servilleta con tanto arte merecía llevarse a su isla algo más que el expediente que sin duda se le abrirá por deshonrar el uniforme en público.
Desde aquí, felicidades a Chicho por este impactante catálogo de fenómenos inexplicables y a Jordi Estadella por sumarse al disparate con un tronío digno del malogrado Joaquín Prat.
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