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VaIéry y la lección de un espíritu libre

Para quien, como Valéry, sólo reconocía un personaje -la luz-, la ocasión del cincuentenario de la muerte quizá disipe un poco la tiniebla de oficialidad que había petrificado y oscurecido su figura. Tal vez el purgatorio póstumo del gran escritor comenzó con la iniciativa del general De Gaulle al decretar sus funerales nacionales en la Francia de 1945. Después advinieron la posguerra y la guerra fría. El idiolecto de la gran cultura europea se convirtió entonces en botín de los vástagos del crepúsculo: hijos multiformes de Marx, sobrinos talmúdicos de Heidegger, primos arrogantes de Nietzsche... Hasta hoy. Y, sobre todo, mucho fetiche y gregarismo. Mucha improvisación, mucha trivialidad y mucha impostura. Por eso, al releer a Valéry ahora nos percatamos de que, precisamente por escapar a todos esos años, estamos ante un pensador actualísimo, pero difícilmente moderno o posmoderno. Estamos ante lo que, en materia de creación intelectual, es tan pasmosamente raro: ni un eco ni un coro, sino una voz.La primera calificación que al lector atento se le ocurre al bracear entre una producción acre centada por más y más inéditos (los 257 cuadernos de novecientas páginas en apuntes elabora dos durante más de medio siglo, "entre lámpara y aurora") es la de hallamos ante un representante de esa figura que la cultura francesa ha elevado a categoría quasi-antropológica: el maitre á penser. Esta expresión suele aceptarse como- algo transparente, pero requiere dilucidación y análisis: un hombre puede enseñarle a otro un saber o un oficio; pero ¿cómo se enseña a pensar a -pensar en abstracto-? La historia reciente parece sugerir nos dos formas de manifestación de tal fenómeno, a las que denominaré transitiva e intransitiva. El entrelazamientó de ambas (o su recíproca exclusión) quizá de cuenta de frutos y de espejismos. Quizá también ayude a explicar reputaciones efímeras y pervivencias insospechadas.

A veces se llama maestro de pensar a un inventor o expositor de doctrinas, a un divulgador o (en su forma degenerada) a uno de tantos productos del mercado editorial en su vertiente multimédiática de tertuliano y opinador.

Y también es propio del maestro de pensar en sentido transitivo el constituirse en polemista brillante; tanto es así que tal característica es la que ha acabado por afianzar muchas nombradías literarias. Se piensa -y a veces con gran tino y rigor- contra algo determinado. Sin embargo, si de verdad se desea enseñar a pensar a otros (o, sin desearlo, se obra así), la función transitiva del pensamiento encierra un grave peligro. Helo aquí expuesto por vía de un ejemplo: en 1955, Raymond Aron Tublica El opio de los intelectuales. En esta obra desarrolla un riguroso examen de las pretensiones del marxismo como interpretación general de la historia, como aportación al debate sociológico, como propuesta concreta de organización comunitaria y como polo de atracción- para innúmeros pensadores. Mas el libro, leído hoy, tiene, un interés casi exclusivamente histórico. ¿Por qué? Porque. entrar en polémica detallada con este o aquel cuerpo doctrinal suele comportar el mimetismo especular de aquello con. lo que se polemiza. En otras palabras, el intelecto propende a contagiarse dé las formas de razonar denunciadas por haberse tomado demasiado en serio, a efectos de argumentación, aquello con lo que se discute.

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Esa manera dañina de tomar en serio, se oculta en la concesión de premisas, la aceptación de ciertos esquemas de inferencia o la legitimación a priori otorgada al terreno general del debate en que la polémica se sitúa. Muchas veces la historia intelectual no permite percibir lo que se corresponde con las urgencias inconscientes del pensar y lo que es fruto de una verdadera compenetración reflexiva con el oponente. Por esa razón, El opio de los intelectuales (o su contraparte, paramarxista, La crítica de la razón dialéctica, de Sartre, de 1960) nos catapulta hoy a una discusión caduca, independientemente de sus méritos y honradez. Todos convienen en que es propio de un maitre a penser el desenmascarar imposturas presentes o pasadas; sin embargo, disputar con las encíclicas papales o el Libro Rojo de Mao, los decretos conciliares o la doctrina fijada por los congresos del PCUS hieren de muerte, desde su mismo inicio, a cualquier reflexión viva que se acerque a tales documentos. La crítica se malgasta y se agosta: no se enseña a pensar sí se pretende aplicar el pensamiento a algo cuyas premisas son refractarias a él. Enseñar a escoger es también enseñar a pensar'

¿Cuál es, pues, el otro camino? ¿Cómo se plasma ésa intransitividad de la pedagogía` en el pensar que atribuyo aquí a Valéry? Sobre todo: más que en comunicar resultados (en afirmación o en negación), el maestro genuino se atiene a que "lo fijo falsea". Valéry mismo se reconoce como pensador in fieri, cuyo fondo es movimiento, acto sin cesar retomado y reelaborado. El pedagogo intransitivo nos muestra la conciencia que explora y titubea, no la que descansa porque halla, o refuta; o sea, el proceso mismo de la pesquisa que trabaja. Además, tal labor dinámica -la búsqueda de analogías, el rechazo implacable de toda pauta y pereza mental- no toma como referencia un corpus doctrinal específico para pensar contra él o con él, sino que piensa con todo y contra todo. Desde El capital, leído y anotado en los años jóvenes en, la biblioteca universitaria de Montpellier, hasta las incontables reflexiones concitadas por la familiaridad con la lógica, la matemática y las ciencias que llenan sus cuadernos del alba, Valéry se acerca al acervo doctrinal de su época con esa inagotable disponibilidad que tan bien calibró su coetáneo André Gide. Parece como si el lema inspirador de tal ascesis fuera: veamos. qué se puede sacar de todo esto sin que la lucidez (¡la luz!),baje nunca la guardia. Veamos, en fin, qué puede dar de sí la cultura sin que nadie -la beatería, el exhibicionismo, el sectarismo de escuela o fratría, el negocio libresco, la ofuscación multimediática...- se entrometa. Ah, lector; ¿no es tal exigencia, considerada hoy, una flor nocturna del reino lunar de lo fabuloso? Pues bien, ésa es precisamente la opción del Valéry pensador: la instancia del yo puro, del yo vacío, que con incansable industria intenta revisar cuantos idola theatri ocupan y obnubilan la conciencia, desde la más pomposa doctrina a la más nimia boga. La pedagogía más aprovechable aquí no es, pues, la de exponer el saber propio o refutar con virtuosismo el ajeno:

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Antonio Pérez-Ramos es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge y enseña Filosofla e Historia de la Ciencia en la de Murcia.

Valèry y la lección de un espíritu libre

Viene de la página anterioreso será tarea del discente disciplinado. El más auténtico maitre a penser teje y desteje el lienzo penelópeo del propio pensar y va revelando así cuantos insospechados recovecos y trampas ocultan la inteligencia y la invención. A esa función de escudriñamiento inexorable, de ojo permanentemente abierto, la llamaban los griegos sképsis. Los avatares léxicos han mudado el significado de esa palabra, pero esa reacción inicial (e iniciática) frente a todos los iconos culturales es la única digna de un pensamiento peregrino por el valle de las sombras. O sea, de quien se quiera ajeno a dogmas, prejuicios e idolatrías . Toda convicción. vendrá (si viene) después.

Mas si la figura de Valéry como gigantesco maitre á penser es. inteligible dentro de las coordenadas de la cultura francesa, su aportación esencial como místico racionalista es quizá única en Europa. La relación del Valéry analista con el lenguaje y con lo que el lenguaje. pretende referir, del mundo le condujo pronto a una radical desconfianza hacia las posibilidades cognoscitivas del intelecto. La primera de todas -¡qué paradoja!- sería hacia el conocimiento del propio yo. Por eso escribió: "Je suis comme si je n'étais pas". O sea, el yo se convierte en la zona centrífuga del pensar: reenvía a la conciencia hacia el pensamiento mismo, hacia el cuerpo y hacia la realidad externa de los otros (la polis). En general, el, místico se declara náufrago en la, totalidad o fundido con ella, o bien denomina Dios a su particular matrimonio del yo y del no-yo. Valéry desconfió de los paradigmas . literarios de ese género (aunque fue admirador tardío de san Juan de la Cruz), pero, como místico racionalista que era, recurrió al telar dé la poesía para vestir la desnudez de su vigilante yo vacío. Es decir: para salvar el hiato que la conciencia le abría entre el ser y el conocer. ¿Qué es, entonces, el Valéry poeta? A mi juicio, el inevitable resultado del Valéry pensador. Y en este ámbito resuena también una voz única. Con la de Ungaretti, Mandelshtam, Rilke, Cernuda, Auden, Pessoa, Eliot (escoja el lector su canon), la creación poética de Valéry forma parte imprescindible de la poesía del siglo XX. Y también de la mejor reflexión sobre la poesía misma. Poco antes de morir escribió en la Lettre-Préface: "De buena gana comparo ese yo puro al precioso cero de la escritura matemática, ese al que toda expresión algebraica aboca. Esta manera de ver me es de algún modo, consustancial desde hace medio siglo". Cómo se obtiene de ese cero una obra poética e intelectual de tal calibre es algo que podemos preguntamos al subir la cuesta que en Séte conduce a la tumba de Valéry. Allí estaremos, literalmente, en su Cementerio marino.

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