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Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINA
Tribuna
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Otoño, arte y croquetas

Llegó el otoño y, salvo la devaluación horaria, el madrileño apenas se entera del cambio de estación, de no ser por algunos fenómenos que se producen con regularidad por estas fechas. Insólito 1995, que prolonga los calores más allá de lo decentemente tolerado. Siempre fue benigna la estación dorada, que se alarga hasta su consumación entrado ya diciembre, cuando Europa tirita. La contumaz verdura de los árboles ignora el calendario y apenas las hojas muertas alfombran los parques y se arremolinan junto al transitar de los automóviles.Como visitante ceremonioso, llega el acontecimiento esperado y múltiple: las exposiciones artísticas, una pleamar de conferencias, la abundancia de los conocimientos, todas las rosas del otoño capitalino. "La galería tal se complace en invitarle a la muestra del pintor, el escultor, fulano". Las colectivas, las de autores muertos y rescatados de museos, instituciones particulares, herederos y coleccionistas. Alguna antológica: este año es memorable la del notable pintor catalán Modesto Cuixart, excepcionalmente, "bien colgada" en el Centro Cultural de la Villa de Madrid, bajo la estruendosa catarata de la plaza de Colón. Indispensable disfrutar de tan extensa y variada trayectoria creativa.

Es preciso avisar al respetable de que algo ha cambiado, una tradición desaparece de puntillas, temo que sin remedio: de la ceremonia inaugural se echa de menos la orquesta, aquel tentempié que ayudaba a soportar un par de horas, literalmente en pie, a lo largo del sustituido eufemismo de "cóctel" por la copa de vino español. Fue, en ocasiones, sórdido chalaneo entre el arriesgado galerista y el presunto e impecune genio: "La copa, la da usted". Ni siquiera "café para todos", a palo seco.

La costumbre ya se esfumó en otras ciudades y países, y me pregunto si ello afecta a la buena marcha del comercio de los primores. Por descontado que la gran parte asistente a estas ceremonias suele ir movida por dos impulsos: que les vean y arrimarse al canapé y al cava. Parece lo de menos contemplar las obras anunciadas, tarea bastante difícil, en medio de la muchedumbre que sostiene el vaso en una mano y la empanadilla con la otra. Con estas restricciones desaparecerán aquellas tertulias florecientes en los años sesenta y setenta. Damas que sobrepasaron la edad de la jubilación se instalaban, puntuales -cuando nadie observaba esa cortesía-, en una mesa, de haberla, cercana al estratégico lugar por donde aparecen las bandejas de avituallamiento. Pulcras, cubiertas de collares, pulieras y dijes so re orados, recreaban una atmósfera respetable a comienzos de temporada.

Nadie las invitaba, aunque aquella presencia fue asumida por un asentimiento tácito. ¿De qué forma tenían acceso a información tan privilegiada y suculenta? No encontré ocasión de averiguarlo. Allí estaban siempre. No menos de tres ni más de cinco, nunca las nueve de la fama, con el pulso tomado a la implícita tolerancia. Aquellas meriendas eran, quizá, el sustento cotidiano, embozando la voracidad con ademanes remilgados, enhiesto el indolente dedo meñique al sostener el cristalino cáliz o la rebozada croqueta.

Sólo algunas galerías modestas -como la de Rafael Rey, cerca del paseo del Prado- mantienen el tipo y brindan el refrigerio, aunque los frutos secos hayan sustituido a la gloriosa tortilla de patatas. Meritorio esfuerzo que congrega un muestrario de tipos pintorescos, ambulantes modelos que han sobrevivido a Toulouse-Lautrec, a Solana, y parecen vagar en busca del lienzo donde estampar su vida eterna. Quedaría incompleto el cuadro al dejar fuera la excepción pródiga y munificente que rodea los actos patrocinados por la Fundación Cultural Mapfre. Acaba de ofrecer los resultados del último, Premio de Dibujo Rafael de Penagos, que ampara, anima y difunde el esfuerzo de pintores y dibujantes desde hace 13 convocatorias. Un menú, en la inauguración, que hubiera hecho las delicias de aquellas encantadoras gorronas.

Quizá conscientes, los organismos oficiales, de la necesidad de reducir gastos, hayan comenzado por eliminar el copetín y los emparedados, a fin de aliviar alguna partida de los Presupuestos Generales, tan traídos y, por lo visto, tan devueltos. Esta ola de austeridad fue conocida, en otras edades, como el chocolate del loro. Algo es algo. Con melancolía agitemos el mustio gallardete de nuestra nostalgia con un ¡adiós, croqueta, adiós!

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