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Viaje a la semilla

A unos 20 kilómetros de Madrid le pareció ver una nueva raza de vacas, más pequeñas y naturalmente no hizo caso. Más adelante vio unos caballos menores -no ponys, sino pequeños, como si hubiesen encogido por lavarlos con agua caliente-, y prudentemente se negó a creerse a sí mismo. "Serían burros", se dijo, pero no quedó tranquilo: la duda ya se había instalado en su espíritu.Y en efecto, al entrar en Madrid por la frontera del norte -el tenebroso desfiladero de la M-30-, comprobó que la gente iba enaneciendo y juntándose. Por lo demás era comprensible que enanecieran, se dijo mientras miraba intimidado las torres del Pinar de Chamartín: ¿acaso no disminuyen las hormigas y procuran disimular cuando el oso les oculta el sol?

Al adentrarse en la ciudad por Costa Rica observó con inquietud que su coche había crecido. No tenía que regular el espejo retrovisor ni adelantar el asiento pero era un hecho que la calle se le iba quedando estrecha. Fue primero una impresión y, en el cruce de María de Molina con Serrano, ya una certeza.

Él y otros cuantos se apretaban, detenidos, sin necesidad de semáforo, agobiados además por la impositiva visión de una de esas descomunales cosas de plástico que el alcalde ha repartido por todas partes para evitar que las pilas de nuestros transistores contaminen la ciudad y para tener un detalle con un amigo suyo que los fabrica en Francia. Cuanto más parados estaban, menos cabían en la calle y más crecía el artefacto verde, en altura y en fealdad, y más la sensación de inminente envenenamiento por pilas.

Aquello se movió al fin pero en adelante ya no pudo hacer otra cosa que marcar el paso (es una metáfora) con los otros automovilistas. Todos serios, graves, mirando lejos, callados, a siete por hora, -primera, segunda, primera, segunda-, en compactos regimientos de coches acarreados en orden por semáforos impasibles que iban contagiando a todo el mundo con su amarillo enfermizo. Pronto tuvo la absoluta seguridad de que si dejaba de conducir los demás lo llevarían en andas. Así sucedió. Como ya no se tenía que preocupar de meter primera, segunda, primera, pudo observar con más detalle a sus vecinos de multitud.

Lo más evidente es que entre semáforo y semáforo en la ruta al sur iban empequeñeciendo y poniéndose más serios y más tristes. Observó, no sin interés, que sus vecinos encogían al volante de pequeños Seats, Renaults y Citroenes, y al tiempo las comisuras de la boca se les caían, y parecía que se iban a poner a llorar. O a clamar. Hacia Goya, más o menos, justo cuando su vecina del Seat Ibiza no pudo más y se derrumbó sollozando sobre el volante, se quedó de un aire al comprobar que tenía que poner bien el retrovisor pues se le había alejado de los ojos en un coche que, además, crecía.

Seriamente inquieto miró en torno y le tranquilizó ver que por las aceras se apretaba una muchedumbre grave y triste, desde luego, pero igualmente pequeñita y menguante, que entraba y salía de edificios de aspecto cada vez más acolmenado. En Ramón de la Cruz eran más altos que en Goya, y en Goya más altos que en Alcalá -¿me siguen?-, donde la multitud que rampaba sobre las aceras lo hacía a pasitos muy cortos y rápidos, y parecía venir de una fiesta infantil, con el morro puesto por haber sido sacados antes de la actuación de los payasos. Naturalmente, a estas alturas, llevado en hombros por un regimiento esencialmente compuesto de amas de casa tristes y empleados cabreados, lejos ya de las vacaciones y de las extraordinarias, se preguntaba qué sucedería allá abajo, más allá de una puerta que, obviamente, era un arco de triunfo. Ese símbolo guerrero alimentó su inquietud.

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De todas formas la inclinación de la corriente desencajó algunos coches y entre un vaivén y otro fue cambiando de compañeros de viaje. No por ello su coche quedó libre. Así pudo ver que poco más o menos todos iban llorando, jurando, con el gesto hosco y alguno gritando, como un taxista que iba manoteando y vociferándole a un pasajero melancólico y humilde. Además y eso sí que no le gustó nada eran todos muy feos, con el tipo de fealdad amarilla y contagiosa que se pone con la envidia, la boina y el cotilleo. Por si acaso, no se atrevió a mirarse al espejo.

Para qué hablar del aterrador cruce de la Cibeles y la subidita por Alcalá: allí se apretaba una humanidad que salía de grandes bancos de lóbrego aspecto y parecía enfurecida. Apretaba los puños, encogía los hombros y arremetía los labios por entre los dientes. Unos cuantos se arreaban, otros lloraban, algunos gritaban o se mordían. Y todos muy feos y amarillos y oliendo a perfumes fuertes, para taparlo.

Llegó a la Puerta del Sol y no se puede decir que estuviese preparado para esa experiencia, que desafía a cualquier cronista, incluso a los estructuralistas: era como un fin de año cualquiera, pero sin alegría, feo todo el mundo y todo multiplicado por diez.

O sea, diez fines de año, ciento veinte campanadas, ciento veinte uvas, diez presentadores de televisión haciéndose los graciosos, diez anuncios lujosos de champán y venga llanto y fealdad amarilla por todas partes.

Cuando llegó al kilómetro cero ya no podía más. Menos mal que se decidió a cruzarlo. Sin sorpresa pero con enorme alivio, fue viendo que cuanto más se alejaba, todo iba regresando a la pequeña, mezquina, tranquilizadora normalidad de otras ciudades.

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