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Tribuna:
Tribuna
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El bar

La muerte de Anabel Segura apareció ayer en la primera página de este diario, y el secuestro de varias personas a cargo de dos heroinómanos, en la última. Lanzado al aire el artefacto de la muerte, su caída en el tapete ha decidido esta disposición. La muerte ha enfatizado el caso de la muchacha mientras la muerte se escurrió por las rendijas del Bolívar y la memoria del suceso se encuentra ya en disolución. Buena solución esta disolución para las fuerzas del orden, pero incierto remedio para cualquiera que haya contemplado cómo se ponía en vilo la vida de unos ciudadanos por la negativa a suministrar una papelina. Si la heroína mata uno a uno, aquí, su ausencia habría podido asesinar de seis en seis.La ley prohibe suministrar sustancias ilícitas y los policías cumplieron con el deber. Se encontraba más allá de sus atribuciones plantearse un problema que sus superiores se están quitando de encima. La heroína está por todas partes, se consume públicamente, se tolera con la inhibición policial, pero, paradójicamente, cuando hay peligros derivados, la tolerancia cesa y se acentúa el riesgo de criminalidad.

La eficaz intervención de los geos sólo despeja una cuestión: que la tropa está en forma; y deja a oscuras lo principal. ¿Puede mantenerse la satanización de la droga hasta el punto de no consentir en ella aun en el trance de que puedan morir no importa cuántos rehenes? El sentido común lleva a pensar que el espíritu de la ley está hecho un lío. Quiere rehabilitar a los toxicómanos con metadona, pero se la niega cuando no la piden por favor. Dice considerar a los toxicómanos como enfermos, pero cuando llega el caso los trata no como quienes necesitan una inyección, sino como delincuentes a los que sólo cabe morir o matar. Afortunadamente para las vidas, el episodio del bar ha acabado en casi nada. En su revés, sin embargo, está latiendo casi todo.

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