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La máquina de la verdad

Escenario: Antena3, informativos nocturnos. Protagonista: un sujeto barbado que atiende por García Damborenea, conocido por su mirada alucinada y la rotundidad con que hace afirmaciones de las que no tarda en desdecirse. Argumento: el terrorismo de Estado no sólo está bien, sino que su único error consistió en la pusilanimidad con que se llevó a la práctica. Objetivo: crucificar a sus ex compañeros.Por un momento se pudo pensar que un espectáculo como ése merecería adjudicar a su estrella invitada el calificativo de repugnante. Pero conviene recordar la sabia sentencia de Javier Marías: nada necesitan los odiadores tanto como que les odien con idéntica obsesión con la que ellos odian. Damborenea practica la provocación de modo que respecto de él hay que evitar la confrontación. En cuanto se elude es posible descubrir que lo más parecido a esas declaraciones es una reedición del programa televisivo consistente en un desfile de pingajos humanos que, orquestados por un cruce entre vendedor de crecepelos y publicitario, vomitaban veneno sobre el entorno en general, con especial predilección por el más cercano y ellos mismos. Ahora también hemos presenciado el espectáculo de una procesión de seres campanudos que ante la primera acusación respondían a bocinazos y luego se han pasado semanas repartiendo con el hisopo raciones de ácido sulfúrico sin darse cuenta que la mayor parte acababa cayendo sobre sí mismos. Al final, la colección de facinerosos concluye en el ridículo de solicitar el cumplimiento del deber cívico por 500.000 al mes. En La máquina de la verdad existía un supuesto instrumento final para la atribución objetiva de culpas y es una desgracia que esa máquina no sea de aplicación a la procesión de rufianes que han transitado por los juzgados. De ser así, quizá lográramos que no hicieran pública defensa de la ilegalidad y que actuaran con mayor compunción.

Pero en el ambiente de crispación en que vivimos da la sensación de que la gente no es juzgada por lo que ha hecho, sino por su utilidad para un propósito supuestamente más alto. Ése es el exacto mecanismo mental que llevó a los GAL y el que ha permitido en días pasados casi exculpar públicamente como un error estratégico la actuación del administrador de las dosis de inmundicia cuando él mismo permanecía en un silencio sepulcral. La polución provocada por la espiral de escándalos ha convertido a gran parte de la prensa no tanto en portavoz de intereses inconfesables como en expresión de los minúsculos partidos políticos formados en torno a sus directores, elijan éstos como doctrina la defensa a ultranza. de la supuesta razón de Estado o la liquidación inmediata de Felipe González. El Gobierno, a falta de consuelo más satisfactorio, recuerda la catadura moral de los testigos y los evidentes intereses que están detrás del goteo de la suciedad administrado en vena, con lo que demuestra que no tiene otra defensa que la periférica, alejada del fondo de la cuestión. Tampoco vendría mal en este caso la máquina de la verdad.

El conjunto produce una sensación no ya de asco, sino de irrealidad. La atmósfera está surcada de expectativas improbables que hacen comportarse a los protagonistas de un modo extravagante. Ese es el calificativo que merece quien, piense, a estas alturas, que puede driblar sus culpas por el, procedimiento de cambiar de sitio a los jueces. Curiosamente, en el mismo bando se encuentra el Gobierno si cree que puede consolarse poniendo en paralelo la persecución de Azaña durante la República con la de González en los años 90. En este segundo caso ha habido más que los famosos "tiros a la barriga" y han pasado 13 años que no pueden borrar -sino aumentar- las responsabilidades, como mínimo de carácter político. Y, en fin, están instalados también en la irrealidad quienes, a base de convertir en presuntos patriotas a delincuentes nada arrepentidos, siguen obsesionados con la fecha de las generales -a estas alturas, una minucia- o suponen la reedición del pacto gubernamental PSOE-CiU. Para ellos, la sentencia de Bertrand Russell: no hay peor argumento que suponer la absoluta maldad del contrario.

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