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Un cierto bloqueo

Antonio Elorza

El fajín y la campa. Dos símbolos alejados entre sí, pero unidos por la relación con el problema vasco y por el denominador común de inmovilismo. El fajín impuesto por Belloch al general Rodríguez Galindo, a puerta cerrada y ante un coro de personalidades bajo sospecha, ignorando la demanda social consistente en que de una vez por todas el buen nombre de la Guardia Civil en la democracia no se confunda con la ausencia de investigación sobre las posibles conductas delictivas de alguno de sus miembros. La campa de Salburua, donde Xabier Arzalluz insiste en presentar al nacionalismo vasco como una fuerza política atenazada en un marco apocalíptico. Nada que ver con la constatación satisfecha que hace en su propaganda la Generalitat tras 15 años de autonomía: en vez de una construcción nacional en curso, las fuerzas del mal cercan al "vasco que no se rinde". Y este discurso quiere presentarse como favorable a la pacificación del país.Claro que tampoco contribuye mucho a la misma, ni a la solución de la crisis política, el apasionante juego de rupturas a plazo a que están entregados González y Pujol. Por estrictos intereses personales y partidarios, se muestran dispuestos a dejar a España sin presupuestos y sin una gestión mínimamente estable. Casi habría, que agradecer una sumisión final de CiU, que por lo menos nos ahorraría el espectáculo de González superviviente gracias al artículo 115 y enfrentado. a una mayoría parlamentaria hostil.

La oposición no va mucho mejor. En el caso de Izquierda Unida, la imagen de honestidad que transmite Julio Anguita, reforzada por el rigor de buena parte de sus apreciaciones sobre la crisis política tiene como contrapunto una rigidez ideológica si cabe creciente. Ello. explica su doble incapacidad, tanto para rebasar el techo de un electorado del malestar como para incidir sobre los medios socialistas. Así que ni sorpasso, ni reconstrucción de la izquierda. No es posible a estas alturas del siglo seguir Pegado al Manifiesto Comunista de Marx y Engels y a la revolución de 1917, confundir la movilización obrera con la revuelta urbana, confesarse demócrata y cultivar la fraternidad con el Partido Comunista Chino. El PCE sobrevive a medias gracias al viejo esquema de la organización que domina desde dentro a otra organización, y de paso impide el despliegue de ésta. En vez de la movilización sociopolítica que encarnarían, por ejemplo, los comités Prodi en Italia, auspiciados por el PDS, nos encontramos con un mundo cerrado en IU, controlado en lo esencial por el PCE.

En cuanto al Partido Popular, el viento en popa de las expectativas de voto no oculta una serie de orientaciones escasamente atractivas. No se trata en absoluto de neofranquismo, pero sí de un conservadurismo puro y duro. En política exterior, por ejemplo, parece que las palabras huecas de González y Solana van a ser sustituidas por un extraño pacto de familia, con Aznar sirviendo de apoyo, al nacionalismo francés de Chirac, como probó su penosa actitud de "respeto" ante las pruebas nucleares de Mururoa. En cuanto al buque insignia de la modernización conservadora, la gestión en Madrid de Ruiz-Gallardón, los primeros pasos ofrecen papeles, pero dentro de un arcaísmo análogo al que caracterizara a la labor municipal de Álvarez del Manzano. En el jardín botánico-intelectual que ha configurado Gustavo Víllapalos, lo que llama la atención es la coexistencia de fósiles con plantas que el propio ex rector hubiera calificado poco tiempo antes, no ya de trepadoras, sino de carnívoras. Algo que encaja con la mezcla de espíritu de partido y cerril intransigencia ante todo cuanto huela a izquierda que marca la línea de actuación allí donde empiezan a adoptarse decisiones concretas.

Bajo este pequeño museo de horrores, la sociedad española funciona. Lo hace la economía, cuidada por gestores eficientes, del tipo de Luis Ángel Rojo. Lo hacen, a pesar de todo, las instituciones políticas y judiciales. No sería mucho pedir a los actores del sistema político un mínimo de adecuación a esa realidad.

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