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Tribuna
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Qué alegría, Lubo

Bajo la lluvia, Geli había hecho uno de esos disparos secos que luego se humedecen y envenenan con el agua ligera de San Mamés. La pelota venía salpicando, así que Valencia midió el perfil para la estirada, mientras Lubo Penev arrancaba hacia la línea de gol por alguna de esas razones del corazón que sólo entiende la cabeza de un delantero. En los últimos metros, Lubo utilizó su sistema de doble visión para seguir la pelota y, simultáneamente, valorar la jugada. En su salida había arrastrado a dos defensores: sumando efectivos debería sortear tres obstáculos.Un instante después, Valencia se echaba al suelo, pero no podía retener el balón, y ahí llegaba Lubo con su inconfundible sonido de locomotora: primero resistió el impulso de descoserlo en un tiro rápido, y después improvisó dos movimientos muy precisos; uno, hacia el palo derecho para abrir el ángulo; otro, para marcar los tiempos del tiro. Disparó con la derecha, y cuando quiso darse cuenta había fabricado un gol de dos piezas. Aquello era un trabajo de alta precisión.

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"Todo se llena de complejidades"

Además de meter el partido en la nevera, con su gol. Lubo había conseguido un segundo éxito personal. Desmentía para siempre a quienes piensan que, después de la quimioterapia, un hombre nunca vuelve a ser el mismo. Aquel quiebro doblemente perpendicular, casi un quiebro cartesiano, era también un regate a la bomba de cobalto, a las analíticas interminables, y a esos minutos del cloroformo que tan bien conocen quienes frecuentan las salas de espera de los hospitales. Ahora, sólo unos pocos años más tarde, allí estaba él, lleno de vitalidad y sabiduría, gobernando Sán Mamés en dos toques. Ya no tenía sentido eludir la conversación sobre su dura etapa de paciente, ni mucho menos evitar la temible palabra tumor.

Tampoco era inoportuno recordar los felices años del Valencia, donde quedaron tantos admiradores y amigos. En algún momento no faltó quien hablaba de todo aquello como si fuese una irrepetible época de esplendor. ¿No estaríamos ante la reedición de la historia de Lou Gehrig, el popular deportista americano, luego interpretado por Gary Cooper, que dio nombre a su propia enfermedad?

Las dudas ya no tenían sentido. Bien acomodado en ese enorme cuerpo suyo de zapador, allí seguía él, dueño absoluto de su energía y de su futuro.

Si alguien le hubiera preguntado entonces por su pasado más ingrato, no habría tenido inconveniente alguno en decir: "Sí, yo fui un enfermo de cáncer".

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