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Reportaje:PLAZA MENOR: ROSALES

Paisaje con figuras

Ascético y romántico, el pintor Rosales, desde su breve monumento, ignora las ordenadas frondas del parque del Oeste, las pictóricas puestas de sol sobre un horizonte en el que se adivina el mar imposible de Madrid. El paseo que lleva su nombre disfraza apenas su vocación de avenida marítima, que se intuye en las brisas nocturnas y estivales que ascienden del Manzanares. El pintor Eduardo Rosales, de exquisita paleta y trazo magistral, ignoró en su obra los encantos naturales de estos parajes de la ciudad en la que nació. Lo suyo fue la pintura histórica, la rememoración romántica, contenida por el academicismo, de fantasmales viñetas de la historia de España como El testamento de Isabel la Católica, Doña Blanca de Navarra o La presentación de don Juan de Austria a Carlos V, obras que, en plena juventud, acrecentarían su fama y su prestigio, haciéndole acreedor al cargo de director de la Academia de Bellas Artes de Roma, dignidad que le sería prontamente arrebatada por una muerte prematura que acabaría de fijar su aureola.El pintor parece abstraído en su pedestal rodeado de sombrillas publicitarias en la glorieta central del paseo, convidado de piedra en una de las más veteranas terrazas de la zona. Del otro lado de la plaza, junto a la embocadura del teleférico, acompaña al pintor el busto, más reciente, del fundador de los rotarios, asociación filantrópica de origen anglosajón, costeado por sus miembros españoles. La ensimismada pose del pintor madrileño, cuyos rasgos casi se desvanecen en la piedra clara de su estatua, contrasta con el enérgico ceño y la expresión voluntariosa del filántropo fundido en metal. Dos compañeros muy distintos para la real protagonista de la estatuaria de Rosales. Escondido en los setos que delimitan el parque se levanta un pequeño templo votivo, el monumento a La Chata, como irrespetuosa y cariñosamente llamaban los madrileños a la infanta Isabel, hija primogénita de Isabel II, tía bisabuela del rey Juan Carlos y dos veces heredera al trono de España. Fea, castiza y sentimental, con una nariz impropia de la estirpe borbónica, la infanta, como cuenta su biógrafo, Francisco Azorín, pensaba que el carisma era más necesario a los príncipes que su propia corona, y probó su intuición paseando a pie por plazas, mercadillos y verbenas o cabalgando por la Casa de Campo, hasta convertirse en el personaje más popular de la familia reinante, a la que acompañó en su viaje a un exilio que apenas pisó, pues murió nada más traspasar la frontera, en abril de 1931. Del carisma de La Chata entre los madrileños da fe la popularidad que hasta bien entrados los años cincuenta tuvo un romance de Rafael Duyos titulado La Chata en los toros, cuya grabación discográfica recitada se mantendría durante mucho tiempo entre los temas más solicitados en los célebres programas radiofónicos de peticiones del oyente.

La estatua de la infanta refleja fielmente sus rasgos poco agraciados y su oronda figura, a cuyos pies se rinde una pareja de castizos madrileños, una manola y un manolo, en actitud oferente con flores en las manos. Una valla metálica cierra el paso al mirador que rodea el monumento, hasta hace poco tradicional refugio de otras parejas, no precisamente de piedra, que solían cobijarse tras sus amplias faldas de piedra para huir de las miradas curiosas y arrullarse de cara a los jardines del parque del Oeste. La infanta está aquí como en su casa, mirando hacia la calle de Quintana, donde tuvo su último palacio, acompañada por los rumores festivos de una terraza que lleva su nombre, aunque las estridentes músicas que destilan sus altavoces no armonicen con sus gustos, más proclives al organillo y al pasodoble torero.

En los felices veinte, la Banda Municipal de Madrid alegraba las noches de Rosales desde el quiosco de la música y los cuplés cantaban a las incautas jóvenes que "salían con una trompeta y volvían con un tambor". Ni siquiera en los más pacatos años de la posguerra perdió el paseo su cualidad de santuario erótico. "El túnel del amor", le decían a la larga hilera de veladores que cubrían de lado a lado la avenida, junto a los setos del parque, mesas de mármol y sillas metálicas modelo tándem, sin brazo de separación para favorecer una intimidad protegida por discretos toldos de lona, intimidad que sólo turbaba lo imprescindible el camarero de turno, repartidor de horchatas y granizados que refrescaban los ardores del estío y de los cuerpos. Aún quedan, casi intactos, algunos de los viejos quioscos, en retroceso frente a la turbamulta de las terrazas nocturnas y alborotadoras, cuyos habituales no buscan el ocultamiento sino la exhibición, y no hablan en susurros sino a gritos para imponerse a la percusión reiterada y programada de los ritmos de moda.

Ayer y hoy sigue siendo Rosales el mejor mirador de la Villa y Corte. Sin miedo al tópico, como señalan Répide y otros cronistas, desde aquí se perciben los más genuinos firmamentos velazqueños, cuando el sol, antes de ocultarse tras la lejana serranía, se entretiene bordando cien matices de luz con sus pinceles. La glorieta central de Rosales pugna por conservar su carácter entre la invasión de rótulos publicitarios, mobiliarios y marquesinas. Bajo las falsas acacias, junto a la parada del autobús, permanece un quiosquillo de pipas y baratijas que parece siempre recién pintado de un verde eterno, que alegran pelotas de plástico multicolor, juguetes baratos y caramelos multicolores. La anciana propietaria del chamizo hace tertulia sobre la acera con una amiga a la sombra de las falsas acacias, añorando quizá un tiempo más próspero, cuando una multitud de niños insaciables se arracimaba cada tarde ante su tenderete mientras sus madres y niñeras pegaban la hebra en las sillas de alquiler, incómodos asientos de rejilla metálica que desaparecieron para dar paso a pequeños y redundantes parterres.

Desde la glorieta central de Rosales se contempla el paseo de Camoens, que divide el parque del Oeste, territorio favorito, enclave tradicional, de damas peripatéticas y venales y esforzados travestidos, al caer la noche. Un paseo en el que aún resuenan los ecos de la más popular y multitudinaria de las movidas madrileñas: famosos y polémicos conciertos isidriles de rock y de otras músicas que concentraban, bajo los auspicios del alcalde Tierno, a todas las tribus urbanas.

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