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Un pontífice de la instauración de la democracia

Era José Mario Armero un inquieto personaje del que uno no sabía si admirar más la multitud de sus relaciones o la amplitud de sus intereses vitales.Cuando ahora trato de rememorar algunos momentos de nuestra amistad, me sucede lo que sin duda a tantos otros y es que no sería capaz de mencionar un único, ni siquiera principal, motivó de ella.

Yo he comido con José Mario Armero para hablar de su colección de postales y carteles históricos, de las excavaciones submarinas en la bahía de Cádiz, de una posible exposición del pintor Eduardo Arroyo, de por qué le interesaba el circo, de un libro de historia que estaba escribiendo, de una tertulia radiofónica en que participábamos, de un partido político en que creía que yo debía entrar (y yo no), del consejo editorial de un diario, de la última vez que fue al Rastro, de una carta de Franco a Hitler que había comprado y de todas las últimas operaciones políticas de las que, si no te informaba puntualmente, era por que en realidad él mismo estaba cocinándolas.

Algo de eso tiene que ver con mi profesión, pero lo que siempre me maravilló de él es que, por su parte, tenía la suya pero su vida parecía dedicada a otras cuestiones a varios años luz de distancia. Tenía la virtud de ese activismo aparentemente incapaz de agotamiento, siempre sonriente y capaz de encontrar cada día unos nuevos motivos de curiosidad por completo inesperados.

Cuando se desvaneció, tras aquel derrame cerebral, el hueco que dejó se pudo percibir en tantos sitios que dio la sensación que nos habíamos convertido en varias veces huérfanos. Luego, ese largo camino final que tan doloroso puede haber sido para su familia nos ha traído también, a veces, una tímida confianza en su reaparición y, casi siempre, la imposibilidad de que otro llenara el espacio de una sola de sus iniciativas.

Tarancón, hablando de la transición, dijo, que él y la Iglesia española habían tratado de convertirse en "pontífices", en el sentido más etimológico del término; es decir, "hacedores de puentes", personas de buena voluntad, que ponían en contacto a quienes estaban en orillas enfrentadas. El término parece demasiado clerical, pero no se me ocurre otro mejor para el papel que, en tantos y tan variados campos, le correspondió a José Mario durante los años de su vida en que le traté con mayor asiduidad.

El pontífice fue un tipo humano que resultaba imprescindible en una España que encontraba la concordancia y tenía espinosos problemas que resolver. No hubo tantos en la transición, porque las virtudes que para tal tarea se exigen no son pocas ni tampoco fáciles. No basta con conocer a unos y otros, sino que es necesario merecer confianza, tener una voluntad de no ejercer de protagonista hasta que la operación fragüe y, en fin y sobre todo, pensar en el conjunto de los conciudadanos.

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José Mario ejerció de pontífice cuando propició la entrevista de Carrillo y Suárez en el salón de estar de su casa de Pozuelo. No muchos españoles hubieran podido desempeñar ese papel.

Pero fue también el primero (y casi el único) español sin responsabilidades públicas que procuró hacer cuanto estuviera en sus manos para el retorno del Gernika. Y, si, por separado, se podría pensar en otros protagonistas para esas dos iniciativas, el haber tenido ambas durante aquellos años intensos sólo resulta imaginable en su caso.

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