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Tribuna:INTRIGAS DE VERANO
Tribuna
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Muñecos son

Destartalada, rota, con sus secretos encantos y delicados jardines, Palermo aparece en mi memoria como el escenario lógico del final de esta historia. La caótica y ruidosa circulación de la ciudad el complicado entramado urbanístico del centro antiguo, el casi retórico combinado entre el melancólico empaque de las fachadas de sus palacios y la cruda realidad de la pobreza que los rodeaba acabaron de malhumorar a la mayoría de los integrantes del grupo que habían bajado del autocar con ansias de reencontrarse, por fin, con el fastuoso despliegue de lujos escaparatiles y rascacielos de cristal y hormigón metalizado propio de lo que sus entendederas debían configurar como una gran urbe capitalina. Sólo la magnificencia de los mosaicos que recubren el interior del Duomo de Monreale consolaron, con sus despampanantes dorados, a los viajeros más bien desolados a raíz de un, para ellos del todo incomprensible, paseo por el mercado de Vucciria y el popular barrio de la Kaisa, cuyo natural colorido y modestia, creados por la amalgama de culturas y el paso de los siglos -y no por la pericia de artistas bizantinos y venecianos, artífices de los ricos interiores de la catedral y de la Capella Palatina, que admirarían con sincero fervor, sobre todo tras tener noticia de los kilos de oro empleados en su decoración- mejor harían en no enseñar a los extranjeros.No obstante, todo el oro de los mosaicos de Palermo y sus alrededores no bastaban, ni mucho menos, para compensar el ánimo de los viajeros, en ver dad quebrantado por tanta cúpula rosa desconchada y tanto mármol policromado echado a perder recubriendo palacios cochambrosos y llenos de mugre. Y, al cabo de dos días de estancia en la ciudadÍ aliviada por una excursión a Cefalú -en cuyo Duomo gozaron también de un respiro ornamental en formas doradas-, la crispación y la belicosidad eran los únicos sentimientos capa ces de hermanar aquellas almas urgentemente necesitadas de emplear sus energías -con tanta crueldad ahogadas por la frustración estética deparada por la ciudad- en una gran empresa.

Y el tercer robo (las tintineantes pulseras de la madre de Camila y esposa de Miguel) se produjo justo en el momento necesario para que el aburfimiento, el cansancio y las ganas de fastidiar al prójimo se revistieran de noble afán de justicia.

No recuerdo exactamente los preámbulos de lo que constituiría el broche final del viaje. Y, a decir verdad, quizá no deba achacar la falta o desconexión de datos a los fallos de la memoria, sino al hecho de que llevaba yo un par de jornadas sumido en un ensimismamiento emocional que, quizá por infrecuente, en mí, me resultaba mucho más interesante que las trifulcas y maquinaciones que, comprobé luego, bullían a mi alrededor.En realidad, no advertí señales de adversidad -o, al menos, no más de las habituales- hasta la última noche de nuestra estancia en Sicilia. Concretamente, no me enteré de riada hasta que, cuando nos dirigíamos hacia el comedor a la hora de la cena, mi tía abuela empezó a hablarme, muy alterada y confusamente (o quizá la confusión era obra de mi habitual poca atención a las palabras de mi tía abuela, a quien solía oír sin escuchar), de los tres robos, la policía y la sra. P., intercalando un no te gustará lo que voy a decirte, pero es lo que me han contado cada vez que volvía a nombrar a la sra. P.

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Recuerdo que, en algún momento de su discurso, la interrumpí para preguntar:

-¿Qué dices que le han robado a la sra. P.?

-Nada -respondió con gesto ofendido-. No me escuchas, como siempre..

Y, tras luchar inútilmente consigo misma para mantener un prolongado. silencio acorde con la intensidad de la ofensa recibida, añadió:

-De todos modos, no digas que no te lo, advertí.

-No lo diré -dije, riéndome cariñosamente de la anciana, cuyo discurso seguí ignorando.

Camino del comedor, me extrañó no hallara la sra. P. en el hall, donde habíamos acordado encontrarnos; pero no di importancia a su retraso, interesándome más la novedad de que, por primera vez en lo que llevábamos de viaje se había aplazado la hora de la cena y, lo más sorprendente, aún no habían estallado las protestas ni había aparecido ningún caballero del grupo proponiéndonos firmar una carta de reclamación.

Fue el viajero con cara redonda, gafas de montura metálica y dedo índice puntuando en el aire lo que iba diciendo con voz aflautada quien me cogió del brazo y me condujo hacia una salita contigua a las dependencias de dirección del hotel, mientras, por el camino, me hacía partícipe de la inquietud general por lo que está ocurriendo.

-Esto no casa, amigo. Y soy de la opinión de que se han precipitado avisando a la policía. Sí -añadió ante mi expresión interrogante-, a la policía, ¿no se ha enterado? Pero, lo repito, esto no casa. Parece que es verdad, como ha dicho esa chica con cara de desnutrida, que la sra. P. bajó del autocar en Catania, en la plaza del Duomo, con el grupo en el que se encontraba la señora de Sanjuán, Diego, dentista cuando le robaron el collar; que, en Siracusa, se hallaba presente en el lavabo del restaurante cuando la joven recién casada se quitó la alianza matrimonial para lavarse las manos... Pero lo de las pulseras de esa señora, ¿cómo se llama?, me refiero a la madre de Camila, es asunto más complicado. Creer que la sra. P. entró anoche en la habitación de esta señora a instancias de Camila -la chica dice que la hizo subir para devolverle un libro- y que cogiera las pulseras es mucho creer. Sobre todo teniendo en cuenta que la sra. P. asegura que no estuvo en esa habitación, y, en tal caso es la palabra de la chica contra la de la acusada.

-¿Acusada? ¿La sra. P.? -atiné a preguntar, perplejo.

-Eso dicen. Pero, en mi opinión, hay detalles que no casan. Claro que, por un lado, el sr. P. dice que no sabe dónde estaba su mujer ayer a medianoche, y, por otro, esa chica, Camila, lleva un par de horas con un ataque de histeria... Parece ser, por lo que han dicho los padres, que está algo delicada de los nervios. Delicada quiere decir que ha estado internada la pobre...

Una vez en la sala contigua al despacho del director del hotel, comprobé, anonadado, que las palabras de mi acompañante no constituían un delirio. Allí estaban los personajes relacionados con la desaparición de las joyas: el matrimonio Sanjuán, Diego, dentista, los padres de Camila y la pareja de recién casados, a un lado de la estancia; Marianna y la sra. P., al otro. El sr. P. estaba sentado en un sillón, junto a la ventana, como si la reunión no tuviera nada que ver con él. Un hombre a quien no conocía -no me atrevía a creer lo que el caballero de la cara redonda y las gafas con montura metálica acababa de referirme, es decir, que el desconocido fuera un policía- me invitó a tomar asiento después de identificarme.

Al sentarme, la vi: Camila, derrumbada en un sillón, despeinada, con la cara entumecida y los ojos desencajados, parecía un ser demoniaco.

Algunas veces la he vuelto a ver en sueños como en aquella escena que procuré olvidar rápidamente: me mira., con ojos que no parecen humanos, y me lanza un grito desgarrador:

-¡Dilo! ¡Di dónde estaba ayer a medianoche la sra. P.! ¡Sólo tú lo sabes!

Era verdad: sólo yo sabía que la sra. P. estaba en mi habitación, conmigo. Mejor dicho, sólo yo lo sabía excepto la propia sra. P. y, por lo visto, Camila, que nos había estado espiando.

Anonadado, sentía todas las miradas fijas en mí. ¿Qué pretendía Camila? ¿Había estado jugando a ladrona y, sin saber cómo solucionar el enredo creado por ella misma, había acusado a la sra. P.? ¿Estaba ahora asustada por las consecuencias y queria que yo dijera la verdad, que la sra. P. no pudo haber estado en la habitación de Carmen porque estaba en la mía? ¿Qué quería de mí toda aquella gente? ¿Qué tenía yo que ver en aquella historia orquestada por una pobre enferma?

No comprendía nada. Pero sólo se me pedía que dijera la verdad.

Es, creo, lo que estaba aguardando oír la sra. P., lo que estaba pidiéndome con la mirada.

-¡Habla, habla de una vez! -volvió a gritar Camila-

-¡Basta, hija! -exclamó el padre- ¡No le haga caso, por favor! -añadió dirigiéndome una mirada más amenazadora que suplicante.

-¡No se le ocurra encubrir a esa mujer con una mentira y permitir que esa pobre chica desquiciada cargue con el delito! -me dijo el joven recién casado en voz baja y los puños prietos-

Mi silencio duró unos segundos, pero fue suficiente. No para culpar a la sra. P., con quien los presentes tuvieron que disculparse cuando, en aquel preciso momento, llamaron por teléfono al policía presente en la reunión para comunicarle que habían detenido al delincuente que había robado las pulseras de la madre de Camila (pulseras que, por cierto, aún no habían sido encontradas). Me bastó para darme a entender que me urgía rehuir la mirada de la sra. P., en cuya expresión de asco acaso viera yo reflejada la mísera imagen de mí mismo al acabar de comportarme con una vileza de la que nunca me había creído capaz.

Salí de aquella sala como anestesiado. El cabellero de la cara redonda y gafas de montura metálica seguía exponiéndome su punto de vista y repitiendo que hay detalles que no, casan, amigo. Por ejemplo, ¿dónde están los objetos robados?

¿Qué me importaba el destino de las joyas? Nada, por supuesto. Tampoco el supuesto ladrón, un inocente de quien ni siquiera me importó saber el nombre.

Y, luego, todo se precipitó.

Recuerdo, como en una sucesión de imágenes captadas en blanco y negro destinadas a componer un vago argumento de película muda y dispuestas sobre un suelo lluvioso según un orden caprichosamente alterado por un antojadizo viento de abril las facciones del rostro de Camila, desencajadas por una risa histriónica al gritar que todos éramos pura mierda; los efusivos apretones de manos de sus padres, repentinamente empequeñecidos y vulnerables; la cena compartiendo yo mesa con la pareja de recién casados y el matrimonio Sanjuán, Diego dentista. Y, luego, al día siguiente, el aeropuerto, la expresión de desprecio en el rostro de Marianna antes de darme la espalda dejándome con la palabra en los labios y al aire la mano que le tendía para despedirme. Recuerdo que, de repente, comprendí el final de la carta de despedida de mi ex mujer, diciéndome: "Mejor no vuelvas nunca. El problema no es que te quiera o te deje de querer, sino que en ti hay poco que querer o, no querer. Mejor vuelve con tu tía abuela, y que te lo explique y te acabe de criar"; que, de un modo tan urgente como extrañamente frío y sereno, pensé que era mejor no ahondar en lo que creía haber comprendido y olvidarlo cuanto antes si no quería correr el riesgo de empezar a pensar, a pensar y a pensar para llegar a la conclusión de que mi ex mujer estuvo en lo cierto.

Recuerdo que me abofeteó el alma ver al sr. y a la sra. P. sentados por separado en el avión, al que subieron como dos extraños; y que empecé a sentir. esa nostalgia,, entre dolorosa y anonadante, propia de los pusilánimes que lamentan haber perdido lo que no fueron capaces de llegar a poseer.

Es una nostalgia Yaga queme invade de tarde en tarde desde entonces, desde el estúpido desenlace de aquel viaje, cuando comprendí hasta qué punto puede uno llegar a ser como lo que desprecia y , cuán fácil y poco doloroso resulta asumirlo y resignarse a seguir viviendo como si nada hubiera sucedido.

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