De copas
Para tomar unas copas lo primero que se necesitan son unas copas, luego la poción y no hace falta nada más.Claro que no todo es trincar. Tomar unas copas supone salir de casa, acudir a lugar agradable, sentarse allí en un velador, ver la gente que pasa, otear en torno por si cae ligue, pegar la hebra, pedir brebaje de marca, contemplar la habilidad del camarero haciendo equilibrios entre las mesas sin que se le desbarate la comanda, comprobar que escancia lo debido, enternecerse si añade espuela, oir el tintineo de los cubitos de hielo, sorber el néctar y gulusmearlo, sentir su ardoroso tránsito por el gaznate, gozar el frescor de la noche madrileña si hay brisa y viene serrana, pagar lo servido, mejor si paga otro, prometer que mañana devolverá con largueza el convite, levantar manteles de madrugada, irse reconfortado.
Y si en el toma y daca, en el dime y el direte, en la porfía y el galanteo cogió la espita, lo propio es volver a casa andandito, tanteando con la punta del pie suelo firme y de farol a farol, confiando en que poco a poco pasará la ajumadera -tiempo, aire y menear el esqueleto son excelentes remedios-, y finalmente podrá abrir el portal; no como la vez anterior, que tomó por llave un Ducados y estuvo hurgando con él la cerradura.
Se deduce de lo expuesto que no bastan para ir de copas las propias copas y su contenido espirituoso, sino lugar donde tomarlas -en el paseo de la Castellana hay varios bien dispuestos de fascinante modernidad-, noche, ambiente, contertulios, amigos íntimos o compañeros del taller, posibilidad de ligar aunque resulte remota, labia que son triunfos, camareros de profesionalidad acreditada y generosa espuela, cubitos de hielo tintineantes, afición al mollate y sus derivados, paladar para agradecerlos, bebida sin alcohol si el copero es abstemio o le canta el hígado, sentido de la orientación, buena hilera de farolas desde el libador al palomar, llave del portal con un ojo tamaño hostia y tija gorda de a palmo, para no fumársela en tanto tupe de negro tabacazo la cerradura, tal cual acaeció la vez anterior.
Lo que no hacen falta, en cambio, si de tomar copas se trata, son, coches ni músicas; coches a la vera, músicas con sus atabales y sus voces estridentes que atruenen la barriada. Y, sin embargo, esas parecen ser las señas de identidad de los chiringuitos de la Castellana y otros que ilustran la noche madrileña. Hay ciudadanos que no saben ir a parte alguna si no es en coche y lo dejan a la mano, y sólo se realizan metidos en un ruido infernal. La gente es muy suya, desde luego, y procede respetarla. Pero hay otra gente en la ciudad merecedora igualmente de respeto, que no puede circular por esas calles atestadas de coches, la mayoría de ellos pegados al suelo en mitad de la calzada, igual que moscas, ni dormir mientras dura ese estruendo insoportable que le es ajeno.
Un concejal intenta acabar con semejante caos y le culpan de exagerado, insolidario, puntilloso, reglamentista, antiguo, meapilas y dentro de poco le llamarán también fascista. Ganas de confundir el culo con las témporas. El concejal tiene razón. Ya es hora de que alguien abra las ordenanzas municipales, las lea, las aplique, ponga coto a quienes cada noche secuestran la ciudad pretendiendo hacer negocio y divertirse, allá penas si es a costa de la paz y el descanso del vecindario.
Eso, o el día menos pensado el propio vecindario habrá de echarse a la calle en defensa de sus inalienables derechos ciudadanos, lo cual sería peor. ¡Ojo! Es preferible prevenir que curar. Por menos empezó la famosa batalla de las Termópilas.
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