Máscara Azteca y el Doctor Niebla (Después del golpe)
"Así es esta cuestión. El problema no consiste en caer prisionero. El problema reside en no entregarse" .Nazim Hikmet
Nota del autor Habrá que remover las pesadillas para que no se nos metan en los sueños.
La ciudad es México DF, la ciudad más grande del mundo. Y lo que aquí se cuenta no ha sucedido, no sucederá. Pido disculpas a personajes reales por haber sido atrapados en esta historia.
Y lo escrito está dedicado al guionista escocés de cómic Alan Moore, cuya V de vendetta está detrás de esta historia, y a Mauricio Schwarz, con el que tantas veces he discutido sobre el oxígeno necesario.Octubre-diciembre del 94, enero del 95, julio del 95, en México DF, Gijón, La Habana y Milán.
1. Un tanque sin gasolina
El sargento avanzó hacia el soldado tropezando, como si el encabronamiento lo hiciera trastabillear. Ignorado su incoherente retahíla de disculpas le dio dos bocas, sonoras. Los mirones comenzaban a reunirse a distancia prudente y contemplaron cómo el soldado, conductor del tanque detenido a mitad de la Avenida Reforma, se disculpaba ante su sargento.-A mí ningún pendejo me deja a la mitad de la calle un pinche tanque sin gasolina -gritó el sargento.Soplaba un viento sucio que levantaba la tierra suelta y arrastraba los restos de periódicos arrugados, un viento que obligaba a taparse los ojos y darle la espalda a la historia; pero los ojos de los mirones están fijos en el espectáculo. El tanque se encontraba detenido a mitad de la calle produciendo una cola creciente de automóviles, pero los claxons no sonaban. Signo de los tiempos.Máscara Azteca giró la vista buscando gestos que pudiera reconocer en los rostros de los mirones: júbilo, malicia, solidaridad con el abofeteado, miedo. No le servía la simple curiosidad. La curiosidad nunca ha sido bastante. No encontró nada, o más bien encontró "la nada", rostros inmutables, sin parpadeos, sin emociones.El embotellamiento silencioso seguía creciendo en el cruce de Reforma y Lafragua. Era la insonoridad de aquellos días. La ciudad bulliciosa que recordaba de antes había desaparecido. Se había ido a otra geografia, a otro lugar, a otro valle de lágrimas lleno de nopales y de locos. Un valle de otro tiempo, de otro mundo. De antes. Mucho antes.El soldado, con su casco de cuero y los auriculares aún colgando sobre las orejas, estaba intentando explicarle al sargento algo sobre el medidor del combustible, pero el enfurecido suboficial no quería razones y golpeaba al soldado con el índice en el pecho, mientras sacaba su pistola de la funda... Máscara Azteca terminó alejándose, escapándose de aquella historia que seguro terminaría mal; cuando apuraba el paso, una mujer en el automóvil más cercano sacó una estampita que en el anverso traía a Carmen Polo de Franco y en el reverso a Agustín de Iturbide y la besó.Mejor. Mucho mejor. Un tanque menos, un ligero descenso en la brutal contaminación ambiental de aquella tarde de invierno. Quizá ése era el motivo de los ojos picantes y la desazón al respirar: tanto pinche tanque circulando por la ciudad, quemando mierda de combustible, peor que el Diesel.
Recordó un poema escrito 35 años antes; el joven poeta postsesentayochero olvidado que ya no era atacaba de nuevo: "Los tanques no saben lo que hacen, recorren las plazas apropiándoselas / en nombre de poderes que pierden la memoria / quitándonos la nuestra". Era un poema malito, nunca lo publicó. Es más, nunca publicó ningún poema. Los poemas habían sido a lo largo de su vida algo privado, una literatura secreta, para ser escrita y oculta en los más recónditos espacios de cajones que no solían abrirse, entre cubiertos de cocina, recetas médicas, avisos de que el seguro del -automóvil había caducado; algo para describir confusiones, no sensaciones. Los poemas se habían perdido en el abandono de las primeras mudanzas. Daba igual. Probablemente el poema era malo, porque en aquellos años poco sabia sobre tanques. ¿Eran más pequeños los tanques entonces? Siempre símbolo del poder brutal. Tenían menos antenas, eso seguro. Y estaban en muchos lados. Recordaba la imagen de los tanques en Praga, y el muchacho Con la bolsa de super ante los tanques chinos en Tiananmen, y sobre todo recordaba las tanquetas revoloteando por el Zócalo de la Ciudad de México. Antes, otra vez en el "antes". Se estaba volviendo peligroso vivir en el pasado, y más peligroso dejar de recordar.
A un costado de la Alameda una rondalla protegida por un par de soldados cantaba y bailaba una tuna acompañados por guitarras y panderos. El gachupinismo folk se estaba poniendo de moda a punta de bayoneta. Uno de los soldados le repartió un panfleto religioso que invitaba a rezarle a la Virgen de la Paloma, símbolo de la cristiandad.
En la esquina de Balderas y avenida Juárez los restos del McDonalds aún ardían. La estructura carbonizada recordaba vagamente una escultura de Melesio, un juguete de plástico quemado. Entre los escombros dos o tres mendigos removían con un palo o una varilla a la busca de botín. Hamburguesas convertidas en cenizas. Enfrente, en los aledaños de la Alameda, un nuevo McDonalds crecía con su gigantesca M, arco de la alianza, símbolo del futuro incierto. Habían ardido seis en el último mes. No los construían tan rápido como alguien los incendiaba.
Eso le gustaba. Formaba parte de los signos de la Resistencia. Las llamas elevándose sobre las enormes Emes, ¿de Mac o de Mex?, produciendo millares de hot dogs y pinches hamburguesas calcinadas, contribuían a que Máscara Azteca no se sintiera solo en aquella ciudad que durante tantos años había sido suya.
Se atusó el bigote y sacó el paliacate del bolsillo trasero. La primera señal de reconocimiento. En la esquina un gordito moreno dejó caer al suelo el ejemplar del Ovaciones / Nacional que estaba leyendo, sonrió y luego lo alzó tomándolo sólo con dos dedos: la contraseñal.Torció a la derecha en Humboldt, pasando ante el complejo de restaurantes subterráneos y sus jardines, repitió de nuevo el gesto y se sonó con el pañuelo, tenía la nariz reseca. La contaminación. El vendedor de lotería que pasaba a su lado no le ofreció un billete. No había . contraseñal, lo estaban siguiendo. Mierda, ¿a qué triste hora lo habían detectado? ¿Quién? Era casi imposible. Aceleró el paso y mientras se guardaba el paliacate en el bolsillo acarició la pistola y le quitó el seguro. Entró en un estacionamiento de varias plantas y subió en ascensor hasta el último piso. El sol brillaba en la terraza casi vacía de vehículos; un par de Volkswagen azul eléctrico en el extremo del estacionamiento lejos de la rampa de acceso. Estaba apostando a que no tenían montada sobre él una operacion en forma, y que el que lo seguía, y esperaba que fuera tan sólo uno, o a lo más un par, se hubiera puesto a su cola por casualidad, por accidente, recordando una vieja fotografÍa, una memoria vaga, un lejano conocimiento. A lo mejor ni eso siquiera, pensó mientras sacaba la pistola y se atusaba el bigote. Ahora el gesto no tenía el valor de una señal, tan sólo el sentido del reajuste con el pasado de los westerns mexicanos del casi fin de siglo. Bueno, que vinieran. Buscó poner el sol pálido de la tarde a sus espaldas. Vaya forma de morir tan idiota, en un duelo al sol en el último piso de un estacionamiento. Se asomó sobre el pequeño pretil. Allá a lo lejos se veía Reforma y la nueva Aguja que coronaba el Palacio de Chapultepec. A mitad de la calle el tanque que se había quedado sin gasolina obstruía casi totalmente el flujo del tráfico. La puerta del ascensor se abrió...2. GimnasiaTres días antes y a la misma hora, el hombre de los pants verdes comenzó a dar su segunda vuelta a la piscina. Corría con un ritmo estable, a una velocidad limitada, con los brazos muy pegados al cuerpo, pura voluntad, sin duda pensando en otra cosa. Desde las graderías solitarias de la alberca olímpica cubierta, allá en lo alto, dos soldados lo contempIaban fumando. Otros dos soldados se encontraban en la entrada, uno de ellos e reía. Una pareja más permanecía en guardia bajo el tablero de los marcadores escuchando a un suboficial. Otro estaba colocado en el borde de la alberca, donde tarde o temprano interrumpiría el circuito por el que corría el hombre de los pants verdes. Cuando Cuauhtémoc Cárdenas presidente electo de México se encontraba a unos quince metros del lugar donde el soldado le cerraba el paso alzó levemente la vista pero no disminuyó el paso. El soldado se hizo ligeramente a un lado dejándole al presidente detenido tan sólo un metro, quizá un metro y medio de espacio entre el borde de la piscina y su figura armada.
Cárdenas apretó el ritmo y cruzó entre el fusil y el agua airosamente. Un breve espacio, un mínimo hueco, eso era todo lo que le quedaba al presidente encarcelado, al símbolo de la victoria en las derrotas, a nuestro Edinundo Dantés, condenado a reclusión perpetua. ¿De manera que aquí era donde lo tenían secuestrado?, pensó el Doctor Niebla que uniformado de basurero del Departamento de Limpia barría apacible y rítmicamente cáscaras de cacahuete y bolsas vacías de palomitas frente a los vestidores. Un día de éstos te sacaré de aquí, se dijo para sí el Doctor Niebla, entablando un diálogo solitario como el presidente encarcelado.
Cárdenas, como si lo hubiera escuchado, recuperó su ritmo estable y continuó recorriendo el circuito en tomo a la piscina; el soldado curó la afrenta escupiendo en el agua.
3. Duelo al solDos hombres salieron del ascensor y sonrieron.
No eran federales. Demasiado gordos por el chicharrón de puerco y las cubas libres en la década del ochenta, barrigas que asomaban arriba del cinturón. Eran Vieja Guardia, gobernos viles. Mostacho aceitoso, caricatura del horror. Sonreían porque traían escopetas en las manos y pensaban usarlas.
Máscara Azteca los miró devolviéndoles la sonrisa.
-Te vamos a coger, puto -dijo el más gordo-. Tira la pinche pistolita.
Máscara Azteca abrió la mano izquierda y un tremendo fulgor estalló cegando a los gobernos, una explosión de luz brutal, quemadora de retinas, insonora.
Los dos tipos comenzaron a gritar. Uno de ellos se llevó las manos a los ojos arrojando la escopeta al suelo, como si le estorbara; el otro, quizá por instinto, descargó la doble perdigonada desgarrando un tendedero de ropa. Tiraban con incendiaria. Dos camisetas de los Beatles y una hilera de calcetines comenzaron a arder. Máscara Azteca se dejó caer al suelo, apuntó brevemente y le perforó la mandíbula al más gordo de un tiro en la cara.Sangre y astillas de hueso botando, desparramándose, pataleó el suelo mientras se moría. El otro aullaba retorciéndose en el piso con los ojos muy abiertos que no miraban a ninguna parte.
-Lo siento, lo siento un chingo. Hasta una mierda como ustedes se merecían algo mejor que esto- dijo Máscara Azteca pasando al lado del que se retorcía en el suelo. Luego se detuvo y se le acercó, lo registró rápidamente echando o dos los papeles que encontraba n los bolsillos de su chamarra del equipo de basketbol de la Comisión Federal de Electricidad.
El tipo manoteó tratando de agarrarlo. Máscara Azteca le soltó una patada en los güevos.
Otros serían tiempos para la compasión, se dijo, mientras el miedo, que había desaparecido por unos instantes, retornaba en una oleada cabrona, secándole la columna vertebral, produciéndole una punzada de dolor en los riñones.
(Continuará)
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