Tres apuntes
1. (Demostrar que nó) El principio de que la carga de la prueba --onus probandi- recaiga sobre la acusación no es sólo una norma jurídico-procesal positivamente convenida por la tradiciorial prudencia del Derecho, que ha preferido siempre el riesgo de dejar impune a un culpable antes que el de castigar a un inocente. No es una simple convención derivada del principio In dubio pro reo o de la hoy tan manoseada "presunción de inocencia", sino que tiene un fundamento racional ya extramuros del derecho, en la lógica común o, por usar una expresión muy discutible, en la lógica de las cosas". Ese fundamento racional no es otro que el de la radical asimetría que, al menos en el campo de los hechos, media entre demostrar que sí y demostrar que nó. Sólo a primera vista las "coartadas" de la novela policíaca consisten en demostrar que nó: nadie demuestra directarnente que no estaba en el lugar del crimen, digamos Londres, sino que sí estaba en otro lugar, digamos Brighton, de donde la policía, basándose en el principio de la falta de ubicuidad espacio temporal del cuerpo humano, concluye que no podía estar en Londres. Toda coartada es por tanto un demostrar que sí que por alguna incompatibilidad se convalida indirectamente como un demostrar que nó.Y ya que estamos en Londres, en la sesión de la Cámara de los Comunes del 18 de enero de 1812 salió un ejemplo ferozmente ilustrativo de lo que sería (lar por buena la exigencia de demostrar que nó: el parlamentario Richard Brinsley Sheridan, denunciando, a, propósito de un crimen, la gratuidad con que las sospechas se habían vuelto hacia los irlandeses, refiere cómo los interpelaban ¿te este modo: "¿Eres papista? Si niegas que eres papista, demuestra que no sabes persigi1arte" (tomado de P.D. James y T.A. Critchley, "La octava víctima", versión castellana en Ediciones B, Barcelona, 1993). Esta exigencia -que aquí, huelga decirlo, no era más que un provocador sarcasmo de matones- ilustra ejemplarmente la radical asimetría entre demostrar que sí y demostrar que nó: sólo el que sabe persignarse puede demostrarlo. Es de esta misma imposibilidad de demostrar que uno no sabe persignarse de donde -antes y desde fuera de la convención jurídica que positivamente lo establece- viene el principio de que el onus probandi recaiga sobre la parte acusadora. Pero hé aquí que la propia imposibilidad de demostrar que nó, que constituye el fundamento racional de tal norma jurídica, produce al mismo tiempo y por ese mismo fundamento una total falta de autoridad del inculpado en sus protestas de inocencia.
R
Sánchez Ferlosio es autor del ensayo La policia y el Estado de Derecho.
En los tiempos en los que, para bien y para mal, había temor de Dios, o de otros poderes numinosos, el impasse entre un acusador falto de pruebas y un acusado reducido, en cuanto tal, a su palabra se resolvía por medio de las "juras". Éstas no eran un mero juramento, sino un juramento reforzado por el añadido de la exsecratio, ya usada en las relaciones entre iberos y romanos (Tito Livio, XVIII-22) y consistente en maldiciones condicionales que "ponían espanto" en el alma del sospechoso, con miras a doblegar su resistencia ("si no dijeres verdad / de lo que eres preguntado"), de modo tal que si las aguantaba se le convalidaba por veraz el testimonio. Pero sin necesidad de retrotraernos a Santa Gadea, ahí está Berlusconi, que puso a sus propios hijos por rehenes de la auto-exsecratio con que el año pasado reforzó sus protestas de inocencia.
La indignidad del espectáculo últimamente ofrecido en el Congreso estaba sobre todo en lo mezclado: el ánimo intencional era de jura de Santa Gadea: "Ven aquí a ver si aguantas nuestras execraciones", pero después el contenido de éstas tenía en cambio la forma de "Demuestra que no sabes persignarte". Por su parte, González, burlando con los histriónicos modales de unas juras la imposibilidad de demostrar que nó, exigía a rugidos que la mera afirmación de su inocencia le fuese homologada, tal por tal, como fehaciente demostración de que no sabe persignarse y de que, por consiguiente, no es papista. El que rechaza una imputación sólo puede pedir que el acusador asuma la carga de la prueba, y luego callarse y esperar, ya que precisamente el mismo fundamento extrajurídico en que se basa la norma del Derecho hace que el inculpado no pueda pretender ninguna autoridad de fuerza probatoria para sus protestas de inocencia, por muy floreadas de retórica y enfatizadas conjuros y conjuros y por muy reforzadas por clamores de adhesión inquebrantable que llegue a presentarlas.
2. (¿Qué parlamento?) Me asaltó una oleada de vergüenza ante los cerrados y unánimes aplausos de la mayoría parlamentaria. La por fortuna impensable posibilidad de que todos sus diputados estén informados de manera igualmente exhaustiva sobre el caso GAL hace que tales incondicionalidades sobre cuestiones de hecho, como es esa, resulten aun más repugnantes que las que atañen a cosas de doctrina. Hablando en general, la supresión del aplauso, en ambas cámaras sería algo más que una norma saludable, sería una condición sine qua non para que pudiese haber un "parlamento". Las descaradamente proclamadas incondicionalidades partidistas de los diputados de una u otra "piña" -ya que no partido- darían lugar a su inmediata recusación en el más blando examen para la selección de los miembros de un jurado. ¿Y a semejante jurado confiaría el señor Cotta la decisión de procesar o nó al presidente del gobierno? La mera legalidad de la disciplina de partido destruye ya a prior¡ toda posible idoneidad del parlamento para ejercer funciones de jurado.
3. (¿Mentira o lapsus?) No creo que haya sincera convicción en quien esgrime la maldad de alguien para desautorizar su testimonio; más pertinentes serían, en todo caso, antecedentes de engañoso o mentiroso. Pero Damborenea nunca ha disimulado "su maldad", nunca se ha disfrazado de cordero, sino que siempre mostró, y aun con ostentación, su piel de lobo. Con todo, los afectados por su confesión se han agarrado como a un clavo ardiendo a la discordancia de poner el secuestro de Martín Bamos, que apareció matado por la ETA el 19 de octubre del 93, como una de las circunstancias motivantes del secuestro de Marey -que fue el 4 de diciembre, o sea, 45 días después-, oficialmente establecido como la primera acción del GAL. Los "concernidos", como dicen en América, se abalanzaron a gritar todos a una: "¿Veis cómo miente?", pero la desconfianza se pregunta: "¿A qué podría deberse tan crasa discordancia por parte del testigo, que no hacía sino exponerse a un inmediato mentís?". No es pecar de excesiva suspicacia proponer como hipótesis plausible la de que ahí no hay una mentira propiamente dicha, sino un lapsus mentis. Si el testigo celase en su fuero interno la conciencia de que la primera acción del GAL no habría sido en verdad el secuestro de Marey sino el de los etarras Lasa y Zabala, pero sin desear, por otra parte, remover de ese lugar la oficialmente tenida por primera, no tendría nada de descabellado atribuir tan palmaria discordancia de las fechas, no desde luego a una mentira voluntaria -de motivo imposible de explicar, por lo mismo que de tan fácil desmentido-, pero tampoco a un inocente fallo de memoria, sino a una genuina defección de las defensas psíquicas, que le habría hecho incurrir en el desliz de solapar lo silenciado sobre lo manifiesto, dejándose escapar como una de las circunstancias motivantes, de la acción oficialmente primera (el secuestro de Marey) la situación de secuestrado de Alberto Martín Barrios, presente a flor de conciencia en el alma del testigo como motivación de la realmente primera: el secuestro de Lasa y de Zabala. La hipótesis del lapsus confirmaría la sospecha de que la espoleta de la actividad del GAL habría sido, en efecto, el secuestro de Martín Barrios, y que, por consiguiente, su primera acción no habría sido el secuestro de Marey, sino el de Lasa y Zabala presuntamente a manos de la Benemérita, por no intercalar también el frustrado secuestro de Larretxea por obra de los GEO.
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