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Gran Vía

Es cosa sabida que la Gran Vía es una arteria navegable, una arteria coronaria, pues forma parte del corazón de la ciudad. Los edificios Grassy y Metrópolis, buques insignia de toda la flota atracada en este canal grande, largaron su trinquete desde principio de siglo, llegando en su singladura hasta nuestros poco románticos días, en los que son considerados como hermosas muestras arquitectónicas de un pasado excesivamente francés, pero en realidad siguen navegando. Este canal grande lo han construido arquitectos, con el dinero de las compañías de seguros, han rematado sus cúpulas escultores como Coullaut Valera o Victorio Macho y las hemos pintado, además de Antonio López, un buen montón de pintores y dibujantes. Escritores, cineastas, poetas y cronistas de la Villa han hecho circular ríos de tinta por esta arteria, que está mucho más saturada de glosas, elucidarios y exégesis que de vehículos automóviles. Se han escrito zarzuelas castizas llenas de carteristas, descuideros y otras ratas que no llegaron nunca a saber por qué la Red de San Luis recibió tal nombre. Agustín Lara nos amenazó con alfombrarla de claveles (¿se lo imaginan?). Parecería un remedo del Corpus Cristi en Toledo.

La Gran Vía nos ha dado tanto cine como podíamos desear y ha sido, y es, el escenario de otra de las artes, no tan valorada como debiera, tal es la de los enormes cartelones anunciadores de películas, en cuya especialidad, artistas relativamente anónimos han escrito la historia del pop local, que nada tiene que envidiar a los Wesselmann, Lichitenstein y otros poperos americanos, mas o menos históricos.

Y las empresas anunciadoras, que han sido las responsables,para bien o para mal, de una gran parte del paisaje urbano de la Gran Vía, produciendo esa compleja contradicción de la que hablaba Venturi, incorporando el cartel, el rótulo, el anuncio, a la arquitectura, compitiendo con ella en una lucha a muerte por el centímetro cuadrado de espacio visible, llevando al ámbito de esta vía un mensaje mestizo de gran plasticidad.

De modo que hay varias Gran Vías, y en la primera, afrancesada y decimonónica, confluyen los llamados poderes fácticos. La aristocracia promueve y financia Grassy y Metrópolis (antes La Unión y el Fénix), la burguesía se da cita en la Gran Peña, el Ejército entretiene sus ocios un poco más arriba, en el Casino Militar, sin olvidar la Iglesia, que está presente desde el principio con la de San José, abriendo desde su pórtico barroco este nuevo canal.

Una Gran Vía que sube hasta la Red de San Luis, donde empieza la meseta presidida por Telefónica, al gusto de los años veinte neoyorquinos, con magníficos edificios, como la Casa Matesanz, de Palacios, o el Madrid-París, de, Anasagasti. La meseta se prolonga hasta Callao, donde culmina con ese inefable edificio Carrión, lo mejor del art déco madrileño, convertido poco a poco en autentico portaanuncios, cuya última y desafortunada incorporación es precisamente la de Fortuna.

En Callao, la Gran Vía se quiebra baja hacia la plaza de España, llena de agencias de viajes, cafeterías y edificios de los años de la autarquía hispana, ansiosa de batir récords de alturas y ascensores.

Pasear por Gran Vía es más o menos recorrer lo que ha sido el siglo en Madrid. Todo un muestrario de estilos arquitectónicos que han ido adaptando sus espacios a las nuevas necesidades. En viejas publicaciones de la época de la apertura de Gran Vía se hablaba sobre la "operación de cirugía urbanística" que hizo posible esta nueva vía, y yo siempre he pensado que esta operación dejó una cicatriz que dio carácter definitivo al rostro de la ciudad. Así marcada, la Gran Vía es la mala de la película, una vieja dama que se nota que ha vivido mucho, llenando su gabinete de recuerdos, trofeos y exvotos. La más bella cicatriz de la ciudad.

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