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Entre todas las mujeres 4

Antonio Muñoz Molina

Detrás de sus gafas oscuras el tipo vigilaba disimuladamente a das las personas que entran y salían por la gran puerta del Ayuntamiento. Sin duda estaba buscándome. Me confundía con alguien, me había insultado mientras me golpeaba como si yo, pobre de mí, fuera un espía al servicio de un enemigo suyo. Esta vez tuve reflejos y no llegó a descubrirme. Retrocedí y fui a esconder rne tras la esquina del Club Taurino en el que don Cecilio Nombela solía pasar gratamente los mejores ratos de sus mañanas administrativas. Pensé cobardemente que lo mejor sería irme a mi casa, porque no era imposible que aquel individuo subiera a buscarme al negociado. Pero si me iba no sólo no vería a la chica del bar Trauma, sino que además tendría que enviar un oficio engorroso al negociado de personal justificando mi ausencia.Me refugié en el Club Taurino y pedí un café con leche que se me quedó frío mientras cavilaba. Los minutos se iban, la chica ya estaría esperándome, se me había agotado la media hora reglamentaria del desayuno. Discurrí entonces un golpe de astucia que en su momento me produjo una vanidad desproporcionada: por callejones laterales se podía llegar a la parte trasera del Ayuntamiento, y entrar en él por las dependencias de la Casa de Socorro. Era un camino muy usado cuando a uno le daban ganas de tomarse una cerveza o un café entré horas y no le parecía conveniente arriesgarse a salir por la puerta principal, expuesto a la interpelación de un superior o al espionaje de un pelota.

Subí velozmente las escaleras y al empujar la puerta que daba a las oficinas generales vi junto al mostrador de mi negociado a una mujer de espaldas, con el pelo corto y un vestido oscuro, y cuando apresuraba el paso lacia ella dominado por la excitación nerviosa de volver a encontrarla me di cuenta de que lo que había visto era una invención de mi deseo, porque la mujer que había junto al mostrador no era la que yo había esperado e imaginado tanto, sino quien menos podía parecérsele, la enamorada de don Cecilio Nombela, María Angustias Minguillón, que lo examinaba todo con aire policial y que nada más verme miró vengativamente su reloj de pulsera y me dijo que volvía del desayuno con quince minutos de retraso.

-¿Pero no estabas tú de vacaciones hasta fin de mes?

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-Estaba y estoy -abrió el armario Roneo de metal gris como para comprobar que yo no había vendido los paquetes de impresos, pasó el dedo índice por el cristal de la mesa de don Cecilio con una suspicacia de ama de llaves, destapó y volvió a tapar la máquina de escribir de su ídolo, hablando sin parar, sin mirarme a los ojos. Llevaba en la mano un sobre que esgrimía contra mí como un armaofensiva-. Pero me llamó don Cecilio y me dijo, Angustitas, ya sé que está usted disfrutando de unas bien merecidas vacaciones, pero si no le viene mal hágame usted el favor de darse una vuelta por el negociado, y es que estaba intranquilo, ya sabes cómo es don Cecilio, que vive para su trabajo, Angustitas, me dijo, no me gusta que ese auxiliar nuevo, Mateo. Luna, esté solo en la oficina, al fin y al cabo es un interino, y a un interino no se le va a pedir que ponga el mismo interés que alguien de la Casa, como yo digo, los interinos llegan y se van, igual que los políticos, pero los que somos de la Casa nos quedamos, por algo tenemos nuestra plaza en propiedad...

No se callaba. No iba a callarse ni a marcharse nunca, se quedaría en la oficina arruinando mi edén de felicidad veraniega, espiandome, inventando chismes sobre mí, fijándose en cada uno de mis descuidos o de mis errores para contárselos a don Cecilio Nombela, menguando mis ya escasas posibilidades de obtener la célebra plaza en propiedad. Miraría con descaro a la chica del Trauma cuando llegara a visitarme, me sabotearía, le diría que yo no era el jefe del negociado, sino un interino que tal vez al cabo de unos meses estaría en la calle, se mofaría de mí cuando ella se hubiera marchado.

-Y ya veo, ya, no creas que no me doy cuenta, si don Cecilio tenía razón, como para fiarse de alguien de la calle, aprovechas que él no está para volver tarde del desayuno, y además te has sentado en el sillón de don Cecilio, no me lo nieges, has mirado entre sus papeles, le has abierto el cartapacio...

Se volvió acusadoramente hacia mí, esgrimiendo uno de los folios en los que yo había fingido que tomaba notas la mañana anterior, y sólo entonces fijó en mi cara sus ojos ligeramente estrábicos, con un gesto de sorpresa rápidamente adaptado al desdén.

-Oye, ¿qué te has hecho en la cara?

-Nada, que tropecé y me caí... ¿Así que ya se te han terminado las vacaciones?

-Que tropezaste y te caíste, menudo punto estás hecho tú, seguro que te habías emborrachado o andabas con esas tías drogadictas que vienen a verte y te dejan cartitas...

Había estado esperando a que la chica apareciera en cualquier momento: ahora tardé unos segundos en comprender que ya se había ido, que María

Angustias Minguillón la había encontrado esperándome en la oficina y se las había arreglado para espantarla.

-¿Quién ha venido? -le pregunté con brusquedad, y eso debió impresionarla, al menos durante unos segundos, porque dio un paso hacia atrás y escondió las dos manos en la espalda. También ahora comprendí qué contenía el sobre que María Angustias Minguillón había sostenido desde que yo entré en el negociado. ¡Mientras yo subía por las escaleras de la Casa de Socorro ella había salido por la puerta principal, dónde aquel individuo, la estaría esperando...!

-Tú sabrás quién es -se apoyó en el filo de la mesa de don Cecilio, echando los hombros hacia atrás y cruzando las piernas en una ruinosa tentativa de picardía-. Una amiga tuya. Pilar no sé cuántos... Me dice, muy fina, está el jefe del negociado, y yo le digo, pues no, el jefe del negociado está de vacaciones todo el mes de agosto, y ella, pero eso es imposible, yo hablé ayer con él, estaba sentado en ese sillón, y yo le digo, pues ese señor que usted dice no es el jefe del negociado, don Cecilio Nombela, sino un auxiliar interino que se llama Mateo Luna. Se ha quedado de piedra, como te puedes imaginar y me dice, y tardará mucho en volver, y yo le digo, pues su obligación era estar aquí a las diez en punto, y va la tía y escribe algo en un papel y lo guarda en un sobre y lo cierra mojando bien el filo con la lengua, como si fuera una a leer lo que pone, y me dice, no puedo seguir esperando me haría usted el fa vor de entregarle el sobre a este señor, y yo pienso, somos funcionarios, no mensajeros, pero bueno, le digo, dé melo, ande, que yo se lo entregaré cuan do vuelva, si vuelve esta mañana...

La odiaba a muerte. No había odiado nunca, tanto a nadie como odié en esos minutos a María, Angustias Minguillón. Me mostró la carta, como desafiándome a que se la quitara, y eso fue lo que hice, se la arrebaté de un manotazo. Al menos ahora sabía el nombre de la mujer de mi vida. Antes de leer la carta ya me había olvidado de la existencia de María Angustias Minguillón. Ver aquella caligrafía me conmovió como el descubrimiento de un rasgo íntimo, Era una letra grande, extravagante, de líneas desenvueltas y rápidas, con el mismo aire de distinguida negligencia que había en sus ademanes, en su peinado o en su vestuario.

-¿No hay manera de verte? Anoche me quedé esperando, y esta mañana también. Hombre superocupado... ¿Me llamarás por teléfono? Pilar.

Me volví con brusquedad y María Angustias Minguillón estaba prácticamente encima de mí, atisbando por encima de mi hombro el contenido de la carta. La puse dentro del sobre y me la guardé ostensiblemente en el bolsillo. María Angustias me miraba de lado mientras fingía un frenesí de orden y limpieza en la mesa de don Cecilio. PiIar. Se llamaba Pilar. Me repetía su nombre como un trofeo secreto y recién obtenido. Era el nombre perfecto para la mujer de mi vida. ¡Y con qué suma halagadora de confianza y de impaciencia me urgía a que la llamara por teléfono! En décimas de segundo yo pasaba del recelo al entusiasmo, del amor rendido a la suspicacia fría, a la cautela... ¿Cuál era exactamente su relación con ese individuo de funesta catadura que la estaba esperando en la puerta del Ayuntamiento, o que tal vez me esperaba a mí?

Tenía que hablar con ella. Me había apuntado en la carta su número de teléfono ¿Pero cómo iba a llamarla teniendo cerca a María Angustias Minguillón? No era probable que se quedara mucho tiempo en el negociado: al fin y al cabo estaba de vacaciones, la muy perturbada. Me puse a ordenar algunas solicitudes recién llegadas de Registro para fingir, que hacía algo mientras imaginaba una solución o María Angustias se iba. Entonces sonó el teléfono y me lancé a cogerlo con un sobresalto, pero María Angustias fue más rápida. "Negociado de Fiestas y Varios, dígame", dijo mirándome con malevolencia, pero cuando me sonrió tendiéndome el auricular sentí un acceso de gratitud hacia ella.

-Para ti -dijo, pero añadió enseguida con un aire de maldad digno de Bette Davis (ahora que caigo se parecía a ella en los mofletes)-: tu prometida.

¡Me había olvidado de llamar a Marce dos días seguidos! Con una notoria taquicardia y una molesta escasez de saliva le hablé intentando un simulacro de naturalidad. Pero con ella tales simulacros jamás dieron resultado. Me preguntó enseguida qué me pasaba, por qué le hablaba tan raro, y yo le contesté que no me pasaba nada y que hablaba normal, pero entonces oí mi voz y me di cuenta de que había en ella como una ligera disonancia de falsedad que Marce había percibido, así que improvisé el relato de una mala noche pasa la estudiando oposiciones, el desaliento de la vida funcionarial, que no estaba hecha para mí, etc. Al despertarle su instinto de responsabilidad y protección hacia mí lo gré distraerla del recelo: me dijo que ahora más que nunca necesitaba yo fuerza de voluntad, que tendríamos que aguantar mucho los dos cuando sus padres y los míos se enteraran de que nos íbamos a vivir juntos sin casamos...

¡Marce era terrible en cuestión de principios! Me hizo prometerle que me animaría. Me dijo que vendría a pasar conmigo el fin de semana. Colgó después de exigirme que la llamara a la mañana siguiente para contarle cómo estaba. Cuando yo colgué con un largo respiro me di cuenta de que María Angustias Minguillón se había ido del negociado. Inmediatamente marqué el número de Pilar. Mientras sonaba una y otra vez la señal de llamada yo vigilaba temiendo que volviera María Angustias. Una voz masculina preguntó quién era, y a mí se me erizó el vello al reconocer la misma voz que la noche antes rne había murmurado al oído mientras me aplastaba contra una pared.

No sé de dónde saqué la valentía para no colgar sin decir nada. Incluso afecté un cierto tono formulario al preguntarle si estaba Pilar.

-¿De parte de quién?-dijo la voz ronca, como masticando las palabras.

-De Mateo Luna. Un amigo.

Hubo un silencio, y luego un murmullo como de disputa en voz baja. Oí débilmente una música. Creo que era Nina Simone. Después me habló Pilar.

-Siempre me dejas esperándote...

-He estado investigando lo de la subvención -le dije, tan conmovido por escucharla que casi se me olvidé que le estaba mintiendo, y que probablemente ella también me mentía-. Hay posibilidades, pero tendrías que volver por aquí con un dossier completo, y yo debo redactar un informe, estudiar de cerca las instalaciones, ya sabes.

-¿Puedes venir?

-Yo creo que me será posible esta noche...

-¿Y ahora mismo?

Me lo preguntó con una inesperada inflexión de dulzura, y yo imaginé el brillo líquido de halago y de súplica que tendrían sus ojos en ese momento y yo tardé unos segundos en reaccionar. ¡Aquella mujer no se daba cuenta de que yo era un funcionario sujeto a una disciplina, laboral, a horas fijas de entrada y de salida! Con incredulidad me oí decirle:

-Estaré allí en veinte minutos.

De nuevo rompía por culpa del amor la calma administrativa de la mañana de agosto y me arriesgaba a una sanción, pero es que simplemente era incapaz de resistirme a la tentación inmediata de verla. Por fortuna no había señales de María Angustias Minguillón. Me escabullí sin novedad del edificio por la salida de la Casa de Socorro y para no desperdiciar ni un minuto del tiempo tan valioso de mi escapatoria tomé un taxi. Qué novelesco era de pronto ir en taxi por las calles próximas al Ayuntamiento, viendo a los funcionarios que regresaban de sus desayunos o de sus compras matinales sin ser visto por ellos, escondido en una perfecta clandestinidad.

Gran parte de mi arrojo se disipó cuando bajé del taxi y vi a la luz del día el callejón feo y polvoriento en el que había sido asaltado la noche anterior. En la oscuridad, con el neón azul iluminándola, la fachada del Trauma había tenido ese atractivo turbio y prometedor de los bares nocturnos. El sol de la mañana de agosto anulaba toda posibilidad de incitación o misterio. El Trauma era un letrero apagado, una pared malva con desconchones, una cortina metálica a medio echar. Con la mano abierta di unos golpes en la chapa, pero nadie contestó, así que me animé a levantar del todo la cortina.

Viniendo de la claridad de la calle al principio no pude ver nada en la penumbra, que olía a ceniza fría de tabaco. Sólo escuché una música, que era la misma que había sonado al fondo mientras hablaba por teléfono con Pilar, una canción de Nina Simone. Pilar estaba detrás de la barra, en la misma postura que la noche anterior, como si no se hubiera movido, los codos apoyados en la superficie lisa de metal, los hombros rectos y desnudos, curvados suavemente bajo los tirantes de la camiseta de verano, el pelo muy corto, negro, despeinado, mostrando en toda su pureza la forma de la cara, los pómulos flanqueados por dos pendientes largos de plata que yo no re cordaba de la vez anterior y que hacían un leve ruido metálico cuando Pilar movía la cabeza. Y los ojos, los ojos que se le iban volviendo más claros a medida que yo me acostumbraba a la penumbra, que me miraban acogiéndome, entendiéndome, invitándome, despojándome de toda voluntad y toda incertidumbre. Le dije hola y luego no se me ocurrió nada y me quedé como un idiota enmedio del bar, escuchando la música. Pilar me preguntó que si me gustaba la canción, y yo enseguida contesté que sí, que me gustaba mucho, y ella me dijo que se titulaba Don't smoke in bed, y que cualquier noche yo podría escuchársela, pero no fue verdad, no hubo tiempo de nada, fue todo tan rápido que no, llegué a creerme lo que estaba a punto de ocurrirme con ella.

-Tenemos que irnos -dijo: ahora que mis pupilas ya se habían adaptado a la penumbra vi que estaba pálida de miedo-. Tenemos que irnos ahora mismo de aquí.(Continuará)

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