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Que calor

Cerca del Templo de Debod, un indicador electrónico de la temperatura ambiente señalaba 67 grados. Y no había muertos alrededor.Dicen algunos expertos que estos indicadores marcan su temperatura real y si les da el sol es un disparate, mientras otros expertos sostienen que el. registro de la temperatura real está centralizado en determinados lugares y de ahí transmite los datos a los indicadores. Sea cual fuere el caso, la duda existe y el Ayuntamiento debería consignar en los indicadores la fuente verdadera de los datos que muestra.

Un servicio complementario sería alertar a la ciudadanía de los riesgos que corre si se expone a temperaturas nocivas para la salud. De 35 grados para arriba ya se pasa francamente, mal; si rebasa la temperatura los 45º puede causar serios trastornos; si traspone los 50º más valdrá meterse en la bañera y si son 67º eso ya equivale a cataclismo meteorológico. De manera que a partir de los 35 grados habría de encenderse un letrero luminoso que dijera: "Las autoridades sanitarias advierten que permanecer junto a este indicador perjudica seriamente la salud".

El calor de julio preocupa seriamente a los madrileños. Allá donde se vaya estos días la gente exclama

¡Qué calor!", con un desasosiego y unos aspavientos como si fuera la primera vez en su vida que siente los efectos de las altas temperaturas. Algunos incluso van, al, médico con la pretensión de que les recete un fármaco refrescante, y pues no existe, lo más probable será que los envíe al psiquiatra. Otros consultan, a los medios de comunicación, a los parientes, a los amigos, a seguridad ciudadana, a información de la Telefónica, cuál- podría ser el mejor remedio para aliviar las sofoquinas y la sed.

La cultura popular madrileña, sin embargo, tiene dada adecuada respuesta a estos problemas desde tiempo inmemorial. La primera solución era ir por la sombra. La segunda, no coger berrinches. La tercera, el botijo. Guarecidos del sol, relajados y echándose al coleto cuando fuera menester un trago del agua de Madrid Conservada a temperatura botijera, los madrileños pasaban el verano tan ricamente.

También es verdad que la climatología ha cambiad mucho y antiguamente las estaciones tenían la decencia de comportarse exactamente según las características y prescripciones que las definían. En invierno hacía frío. y nevaba, en verano calor y no nevaba (nunca al revés) y las restantes estaciones matizaban las variantes climáticas que caben entre ambos extremos. Por eso hablamos de la Edad Media, el Siglo de Oro y puede que en posteriores centurias no eran . cuatro sino cinco. El invierno empezaba a desvanecerse en la primavera (prima vera), que duraba poco pues no se trataba de la estación florida, sino su preludio; seguía el verano, que equivalía a la actual primavera y duraba hasta los calores de final de junio; en julio venía el estío y se alargaba hasta el otoño septembrino, con el breve paréntesis de la canícula -que no hacía estación- durante unos cuantos días de principio de agosto.

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La pesadez del estiaje y los agudizados rigores caniculares inspiraron a los madrileños toda una estrategia defensiva que continúa siendo válida. Para la sed utilizaban la zarzaparrilla, el agua de limón y el agua de cebada, aunque ofrecía mejores resultados empinar el botijo. gulusmeando el agua fresqüita y sorber a continuación un café-café muy caliente. Los castizos se ponían una paloma, y consistía el invento en añadir a un vaso de agua un par de gotas de aguardiente o de anís, según los gustos. En lo que concierne al calibre de las gotas había discrepancias, y dependía de la afición al licor que se limitaran a formar en el agua esa característica nebulosa blanca como las palomas, o que fueran de formato boina.

La atenta observación de los animales de compañía, principalmente el perro, también constituye remedio eficacísimo para combatir el calor. Basta con seguirle. Cuando el calor aprieta, el perro sé sitúa siempre en el lugar más fresco de la casa y allí se aplasta' Así como el hombre. desciende del mono (no hay más que verlo), el perro desciende de la lapa. El madrileño coherente lo que hace entonces es tumbarse a su lado y permanecer adherido al suelo hasta que el perro decida mudar su emplazamiento.

El instinto del perro es tan infalible en cuestión de calores -a fin de cuentas, canícula viene de can- que la municipalidad debería utilizarlo en servicio de la ciudadanía. Se propone aquí, por tanto, que el Ayuntamiento cree el cuerpo de termocanes-guía. Convenientemente identificados (por ejemplo, llevarían enhiesto en el collar el pendón: del alcalde), los soltarían por Madrid a su libre albedrío y los madrileños no tendrían más que buscarlos, seguirlos y tumbarse a su lado allá, donde decidieran quedarse, seguros de que no podrían encontrar otro paraje más fresco en toda la ciudad.

Moraleja: la vida es perra, pero menos.

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