Capital de Europa
En los tiempos felices en que una vivienda media costaba en Madrid unos 10 millones de pesetas -sin contar con las hipotecas, que también entonces eran las más usureras de Europa-, el titular con que abría el Irish Times un día de septiembre de 1980 era más o menos éste: "El precio de la vivienda en Dublín asciende a 6,5 millones de pesetas" (al cambio, se entiende), lo cual decía el periódico -como corresponde a toda buena primera pagina-, con gran preocupación y escándalo. Mientras tanto, desde la ventanilla de un avión repleto de muchachos españoles ávidos de practicar español e italiano, se podía ver la característica mancha de Dublín: tejados dispersos en el mar verde que componen los jardines delanteros y posteriores de una ciudad donde la vivienda media, además de flores, tiene chimeneas, buhardillas y cuartos de baño con ventanas. O sea que son viviendas para personas y no para ratones.
Esas mismas casas a escala humana son las que componen el mapa de Amsterdam. Recuerdo un viaje de trabajo en que me dirigía con gran disgusto a un hotel por lo visto muy grande, a juzgar por el número de habitaciones de que hacía alarde su publicidad. Qué desgracia, me decía, precisamente en una ciudad tan encantadora tener que alojarse en una gran caja de cristal y cemento. Cuando Finalmente el taxi se detuvo creí que se había equivocado: ahí no había hotel ni nada que se le pareciera. Pero el equivocado era yo: el hotel se encontraba disimulado detrás de una hilera de casas como las demás, unidas tras las fachadas, y en efecto tenía tantas habitaciones como el más prepotente de los hoteles de congresos.
El mismo tipo de arquitectura amaestrada caracteriza a Copenhague, ciudad que viene a ser como una reserva de civilización para tiempos sombríos. Una amiga mía danesa, por ejemplo, especialista en arte, participa desde hace años en un grupo de trabajo con otros cuatro o cinco profesionales más o menos conocidos de su país en la elaboración de un informe para el Gobierno. Lo único que reúne a todos ellos es que no tienen nada que ver con la Administración oficial y muy poco con el poder cultural. Su cometido es pensar con libertad en qué tipo de persona desearían que fuera el danés del próximo siglo. Y presentar sus conclusiones para que el Gobierno elabore en consecuencia los planes educativos. Mi amiga nunca me ha contado qué es lo que piensan ni van a proponer, pero me apostaría mi sillón de leer novelas de Maigret a que ese grupo de no tecnócratas no recomendará nunca la eliminación de la filosofía en el bachillerato, ni pondrá la literatura al nivel de la geografía.
Tres pequeños detalles envidio a los londinenses, entre otras muchas, muchas cosas: a) que en sus parques están prohibidas las radios y la prohibición se cumple; b) su clima endemoniado, bendito sea en agosto; y c), que los taxistas tienen que estudiar su oficio durante tres años. Eso quiere decir que si uno les dice el nombre de un hotel secreto cuyas señas
guarda celosamente lejos de los espías de las agencias de viaje, no debe extrañarse si el taxista se vuelve y pregunta a través de una ventanilla (una ventanilla que el taxista suele cerrar si quiere oír su radio): "¿Por la puerta delantera o por la trasera?".
Si hay tópicos muy justificados -como por ejemplo la reputación de los taxis londinenses-, existen otros bastante injustos, como el de la antipatía de los parisinos. "¿Cómo los aguantas?", le pregunté a mi hermano, que llevaba varios años estudiando un doctorado en París. "Están muy solos", me respondió, y fue como si hubiese pronunciado un verso feliz (en este caso infeliz) porque desde entonces veo esa famosa sequedad como un síntoma de algo tremendo que queda resumido en un simple dato y en la con templación de cualquier anciana con perro en el más solitario square de la ciudad: en la mitad de las casas de París vive una sola persona. Y si uno lee a Balzac
con cuidado, se da cuenta de que en tiempos de Lucien de Rubempré la ciudad era más dura, si cabe. Quizá ésa sea una de las razones de que aparte de que lo sea objetivamente, nos parezca tan bella. A diferencia de tantas otras, intuimos que puede ser un escenario de drama, pero casi nunca de sainete.
Otra reputación injusta es la de la Roma gritona, llena de curas, de obreros en camiseta y de guapas en combinación. Dura, difícil, con los traslados más largos quizá de Europa, Roma está sin embargo perforada como un gruyére por lugares tranquilos, ruinas que permanecen fuera del alcance de urbanistas codiciosos, iglesias abiertas, restaurantes modestos y terrazas del Trastevere en donde uno puede beber chianti indefinidamente a la luz de la luna de agosto. Un pueblo que inventa un vino tan refrescante, tan sutil y tan leal merece toda la envidia del mundo.
Todo lo cual cuento, entre una infinidad de historias posibles y a riesgo de ser considerado gabacho para seguir con nuestra recia tradición, aprovechando que ya somos la capital de Europa. (¡Qué atrevido puede llegar a ser el lenguaje de los burócratas!). Quizá en estos seis meses podríamos aprender algo de nuestras provincias. Al fin y al cabo así han procedido siempre los imperios inteligentes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.