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Inundaciones y cloacas

El agua había cubierto totalmente el coche. Se maldijo, maldijo su mala suerte, y de paso maldijo la poca vista que había tenido al no haber previsto una cosa así. No ya la tromba de agua que estaba cayendo, difícil de intuir después del maravilloso y soleado día que había pasado en compañía de su amada. El cabreo estaba originado por su cabezonería en pasar por debajo del puente de Segovia, cuando el sentido común y los años de su coche recomendaban no meterse en una anunciada boca del lobo. Pero lo hizo, y justo en la mitad, donde se inicia el desvío hacia la carretera de Extremadura, el ya decano motor de su trasto se ahogó definitivamente más mojado que el traje de baño de Los vigilantes de la playa. Intentó sin éxito arrancar, y mientras juraba y perjuraba, el agua iba engullendo su vehículo sin que se percatase de la gravedad de la situación. Cuando cayó en la cuenta, el agua empezaba a trepar por la ventanilla camino del techo. ¡Joder! Quiso abrir la puerta, con resultado negativo. Con las ventanillas ni se molestó. Hacía un año que no bajaban más de medio palmo. No se puso nervioso. Esto ya lo había visto en una película de James Bond. Había, que esperar a que el líquido elemento llegase hasta arriba. Poco a poco iría entrando líquido por la ventana, y en el momento de tenerla por el cuello, las presiones exterior e interior. serían parecidas, podría abrir la puerta sin problemas, y asunto terminado. A esas alturas, el coche lo daba por fallecido.

Miró a su alrededor. No era el único en esa situación. Tres coches más se hundían sin remedio. A su derecha, una pareja hacía el amor ajenos a sus circunstancias. "Seguro que ha pillado compañía en la Casa de Campo y no quiere tirar el dinero". A su izquierda, una familia al completo peleaba infructuosamente por salir. "No han visto la del 007". Y justo enfrente, otro solitario conductor como él; con cara angustiada, lloraba desconsoladamente apoyada su cabeza en el volante.

Lo tenía todo controlado. Bueno, casi. Cuando el agua le llegaba por la rodilla, creyó oír aplausos y vítores. Un minuto después, un hombre de mediana edad, con una gran llave en la mano, buceaba buscando algo. Debió encontrarlo, pues metió la llave y rápidamente salió a la superficie. Comenzó a formar se el remolino típico, como el de una bañera cuando quitamos el tapón. El problema fue que su tamaño fue en aumento hasta alcanzar un tamaño increíble. El llorón fue el primero en ser engullido. Luego le tocó a la pareja activa, que seguía a su rollo, la familia, y, por último, él mismo. Perdió el conocimiento a la décima vuelta. Cuando lo recobró, el paisaje era lúgubre. Estaba flotando al volante de su destrozado carromato mientras iba desplazándose lentamente sobre un fondo de agua, lodo y barro. Estaba en las, cloacas de Madrid.

Curiosamente, la centrifugación había conseguido bajar las ventanas, por lo que sacó el brazo izquierdo y pudo ser consciente del nauseabundo olor que debía, respirar sin remedio. Lo primero que le llamó la atención fue la cantidad de gente que había a ambos lados del pestilente riachuelo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, pudo distinguir algo más que sombras en la oscuridad. Cinco etarras, con un chandal que ponía en su parte de atrás comando Madrid, discutían acaloradamente en euskera sobre un plano de la capital rodeados de mecanismos de relojería y arsenal de diverso calibre. Justo enfrente de ellos había tres personas que no les quitaban ojo. Llevaban todos un. jersey de esos tan habituales en las universidades. americanas, con una letra enorme en el pecho. El de la izquierda portaba una G, el del centro una A, y el de la derecha una L. Cuando empezaba a perderles de vista, el trío recibió la visita: de una pareja elegantemente vestida. Uno de ellos tenía barba, y el otro no paraba de hablar por un teléfono móvil con un inlerlocutor al que repetía: "Sí, señor X", "Como usted mande, señor X". "Sí, ya, he hablado con el señor Y, el Z, el B y el J". "Están todos de acuerdo".

Unos metros más adelante, un hombre maduro, gordito, entrado en calvas y con un sombrero que le resultaba tremendamente familiar, se divertía en calzoncillos con una señora de la vida. A su lado había un maletín lleno de dinero, que abría de vez en cuando y del que sacaba buenas cantidades para dar a otras personas que se acercaban por ahí. A menos de diez pasos de este personaje, un entramado de cables casi bloqueaba el paso del agua y. sus improvisados coches-barca. Entre tanto aparejo se podía distinguir a unos cuantos hombres, todos con sus auriculares puestos, que no paraban de. poner caras de sorpresa, risas nerviosas, codazos entre ellos, algún que otro enrojecimiento y un sinparar de escribir notas. Apareció uno más, arrastrando un piano, y pasó por delante de ellos. Tan ensimismado iba que ni siquiera giró la cabeza ante el espectáculo electrónico que s e estaba desarrollan do.

La fauna subterránea parecía no tener fin. Subasteros ventajistas, políticos corruptos, comisionistas sin escrúpulos, banqueros manejando información privilegiada, rapados neonazis ataviados con sus cruces gamadas, traficantes de drogas, chulos de mucha y poca monta, y un largo etcétera. El trayecto llegó a su, fin de forma abrupta. Atravesó una puerta de plástico duro y volvió al mismo lugar de donde había salido. Se bajó del coche, y sin dudar un momento se dirigió a las oficinas del Parque de Atracciones de Madrid para felicitarles efusivamente por la nueva atracción recientemente instalada. Única en el mundo entero, por supuesto.

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