¿Por qué son militares Y nuestros espías?
Estaban ahí y nos habíamos acostumbrando tanto a su presencia que a pocos llama la atención uno de los aspectos más inquietantes de todo el asunto de interceptación de conversaciones privadas con dinero público y su posterior venta en el mercado de la basura nacional: que todos los protagonistas del caso, los que escuchan, los que mandan a los que escuchan y los que venden luego al mejor postor el producto de las escuchas, gozan de la condición militar. Para el interceptado, y del Rey abajo cualquiera ha podido serlo, es irrelevante que su voz sea grabada y echada a circular por un detective privado, un policía civil o un espía militar. Para la sociedad, sin embargo, la identidad del interceptor tiene una importancia de primer orden: toda la frágil construcción de la democracia descansa en la separación del ámbito privado del dominio público y, con la historia de pretorianismo y militarismo que llevamos a nuestras espaldas, no es cosa de tomarse a broma que sean militares quienes puedan pasearse a sus anchas por ese nuevo espacio radioeléctrico que debe de ser por donde circulan las más sabrosas confidencias sobre los "procesos internos que, mediante procedimientos anticonstitucionales, atenten contra la unidad de España y la estabilidad de sus instituciones" y cuya detección compete al Cesid, reestructurado cuando los socialistas llevaban ya dos años en el gobierno del Estado.Y es que perdura en nuestros políticos, incluso en periodos constitucionales y hasta democráticos, la arraigada tradición, que comparte también la izquierda, de creer que los militares son más dignos de confianza que los civiles para todo lo que se refiere al orden público y a la seguridad del Estado. Se cuenta de Manuel Azaña que, ante las primeras quemas de iglesias y conventos, se opuso con firmeza a que la Guardia Civil saliera a la calle para controlar a los incendiarios y se atribuye a esa negativa parte principal en la responsabilidad por aquellos hechos; pero no se recuerda apenas que no opuso ningún reparo a la declaración de la ley marcial que permitía al ejército hacerse cargo de la situación, como así fue, en efecto, con probable ahorro de algunas vidas. En la República, cuando se quería reprimir, una insurrección o sofocar una huelga general, la primera decisión que tomaba el Gobierno, fuera de izquierdas o de derechas, era declarar el estado de guerra y enviar a los soldados a patrullar por las calles o a conducir los tranvías. No hay más que leer los informes sobre actividades sindicales que las autoridades militares enviaban al Gobierno para comprender hasta dónde había llegado la militarización del orden público y la convicción de que el enemigo residía en casa.
Muchas cosas han cambiado desde entonces, por supuesto, pero cuando los socialistas dicen haber prestado un gran servicio al Estado reestructurando el Cesid y estableciendo su dependencia funcional de Presidencia del Gobierno disimulan mal la satisfacción que les produjo tratar tan delicados asuntos con militares manteniendo bajo su competencia todos los servicios de espionaje. Durante estos años se ha progresado notablemente en la profesionalización de las fuerzas armadas y el ejército como tal no ha vuelto a ocuparse del orden público, pero, si es cierto que los militares se han retirado de la calle y ya no envían a los soldados a reventar huelgas, también lo es que se han cuidado de mantener su exclusiva mirada sobre los invisibles espacios de la comunicación, que es por donde discurre ya, y más que discurrirá en el próximo futuro, la vida de la gente.
El singular escudo del Cesid, con un puñal suspendido en el aire a modo de espada de Damocles, recuerda que saber (de la vida privada) es poder (sobre la vida pública).
¿Será, entonces, que nuestros espías son militares porque, sabiendo lo que saben, pueden más de lo que imaginamos?
¿O es que pervive aún la antigua creencia de que el verdadero enemigo es el enemigo interior?
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