Con una rosa en mano
Todos los años, por estas fechas, con parecida puntualidad y contumacia que luego la gripe otoñal, se me llena la cabeza de estrofas, retazos -injustificados de una canción italiana. No recuerdo quién me enseñó la letra, ni creo haber jamás conocido la melodía. Es posible que haya pasado más de medio siglo almacenada en la memoria y que rebrote y me ronde los oídos, esté donde quiera y en toda circunstancia. Con ella me acuesto y me levanto, siempre merodeando por estas fechas, cuando se despide la primavera del calendario para quedar enredada en las acacias madrileñas. Su origen y arranque los he dado al olvido y queda la cadencia heptasílaba de la dulce lengua toscana.Aparece a mediados de cada mes de junio y se esfuma cuando los calores jadean sobre la ciudad. Podría ser cosa del exótico karma, reencarnación de aquellos tiempos en que la España inhóspita, y madrastra echaba de los confines a la gala y sazón de sus mujeres y hombres. De aquí, nuestra natura; la ventura, en Italia y en Flandes, la sepultura, la tristeza y el lamento de la guitarra sobre la húmeda noche de los Países Bajos. Parece ser el origen de la expresión "flamenco", no traído de allá, sino allí cantados y llorados la sal y el sol perdidos.
De la Italia venturosa procede la canción, un poco tonta e ingenua. Es una presuntuosa, y tierna balada de los bersaglieri, esos empenachados militares que desfilan al trote, como para alcanzar una fugitiva y veloz victoria. No necesita traducción, parece una sonata, la luz que brota de un cuadro, la caricia del amante:
Il ventinove Giugno, / quando matura il grano / é nata una bambina, / con una rosa in mano.
¿Cómo sería el hogar donde vino al mundo aquella niña, que nunca existió, salvo cada 29 de junio, cuando el grano madura tempranero en su tierra? Igual que casi todo lo misterioso, el origen estaba en las orillas de la mar.
Non era paesana / e nemén cittadina: / é nata in un boschetto, / vicino alla marina.
La niña de la rosa crece en todas las muchachas madrileñas, que no saben hacia dónde está el río, que nunca verterá en los litorales. Este romancillo me pi lla siempre de sorpresa, cuando, olvidado mayo, germinan las mozas en las esquinas; ellas son las rosas perennes que sobreviven a la estación floral.
Sigue la canción, insinuada entre la juventud adolescente, abroquelada en un aroma de inocencia que la chispa de malicia desautoriza. La tropa galante quiere llevarse a la niña de la rosa al huerto marino, para montar en barca -en las barquitas del Retiro- y enseñarle qué cosa es el amor, cuan do llega el crepúsculo: Le ragazzette belle / l'amor no lo san fare. / Noialtri, bersagliere, / glielo vo gliamo daré.
Así termina lo que me asalta por estas fechas, cuando las madrileñas se liberan de los rígidos pantalones vaqueros y echan, sobre el equívoco agraz del cuerpo, una liviana tela, espuma indumentaria, pétalo estampado. Una cosa trae a otra y voy silabeando el aire popular sin poner remedio al giro irresistible cuando me cruzo con una mujer hermosa lo que su cede con notable frecuencia.
Sospecho que ocurre como lo que achacaba un fa moso chansonnier a cierto nonagenario: "Padezco grandes lagunas de memoria. Por ejemplo, noto que me pongo a seguir a las chicas guapas y no consigo recordar por qué razon". Pues, eso. Quizá la tonada tenga algo que ver con el difuminado instinto básico y algún sentido, cada vez más lejano, encierre la vieja canción, de la niña y la rosa, que conmigo va, al terminar todas las primaveras.
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